sábado, 3 de marzo de 2012

Cuentos del Autor / Cuatro Pesos



 
Un disparo seco, aturdidor.
El candidato a presidente cayó con la cabeza destrozada.
Otro.
Igual.
El vicepresidente murió en el acto.
Sangre y masa encefálica salpicó a quienes lo rodeaban.
Sorpresa.
Desorden. Corridas. Caos.
El tirador mató a otros cuatro. Después disparos pero hacia él. Los custodios lo acribillaron.


El hombre iba bien vestido, pulcro, lo tomaban por policía o agente de la SIDE. Por eso franqueó todos los controles. Es más; jamás lo pararon para eso. Su presencia le abría las puertas.
Llegó a cuatro pasos de su presa para hacerle estallar la cabeza como un melón maduro. Tarea cumplida.
Muero contento. Hemos batido al enemigo.
Pero… ¿resolvió algo eso?
Tanto por tan poco. Por solo cuatro pesos. Cuatro pesos…
Cuatro pesos y una serie de cartas que nunca se enviaron…
Así terminó todo... 
¿Cómo empezó?


Él quería ser aviador. Infancia normal llena de sueños que nunca se concretarían; eso más frustraciones, abandonos, violencias y traiciones, interesante cóctel, harían de él lo que era.
Estudiante destacado, amigo fiel, abanderado, cuadro de honor, mejor compañero.
De cada año de escuela cosechó un premio a su aplicación. Al terminar ya sabía que su sueño de volar quedaría postergado. Cambió de rumbo y optó por la mecánica.
En esos años la Fórmula Uno le quitaba el sueño y en esa Argentina convulsionada y atroz que le tocaba vivir, último tramo de los setenta, empezaba a sospechar algo que confirmaría años más tarde: la Argentina estaba lejos y olvidada del centro del mundo.
Ver una carrera por TV era casi un sueño. Ese era su patrón de medida. Si no podíamos aspirar a ver una carrera de autos…
¿Y el Mundial de Fútbol entonces?
Harina de otro costal…

Si no podía volar, diseñaría motores. Así empezó el industrial.
Al promediar el año, los problemas familiares le dieron el primer mazazo que lo sacó de rumbo. Dejó el colegio antes de festejar su primer día del estudiante. Pasó por un kiosco de diarios, una Ford-400 de mudanzas, una fábrica de robinetes y una casa de alquiler de vajilla.
La casa Knittax de máquinas y repuestos le dieron un breve reposo.
En diciembre del setenta y siete el sueño le volvió con todo. Él no era de arrugar. Nunca lo fue. Los dos amigos de la infancia, inseparables, infalibles, Pito y Barra, lo convencieron de volver a estudiar. El padre del Barra había hablado, y cuando el padre del Barra hablaba... mejor escucharlo.
El setenta y ocho lo encontró otra vez pensando en volar. La mecánica quedo atrás cuando se enteró que la Fuerza Aérea te recibía en Córdoba con tercer año cumplido. Creyó poder lograrlo. Error. Venía bien en el colegio, pero no le alcanzaba. Otra vez se quedaba con las ganas. Otra vez la renuncia a soñar.
En el ochenta trabajaba y estudiaba. Ahora la ilusión era irse. Dónde y cómo no lo sabía; especulaba con encontrar a su padre, escapado con una novia a Francia huyendo de los militares, dejándolo a él y a su familia abandonados, librados a su propia suerte. El padrino de Pito había prometido interceder por una beca de estudios en España.
Estaba en tercero, le faltaban dos años para terminar.
Pito se recibía ese año pero la colimba estaba pendiente para el siguiente. Desconocedores del destino que les esperaba a la vuelta de la esquina, él como tantos otros seguían haciendo planes irrealizables.

Pito murió en Malvinas en junio del ochenta y dos tratando de defender Monte Longdon de la carga infernal de la 3° Brigada de Comandos Ingleses.
Él, eternamente desubicado, también estaba en Malvinas pero no por el servicio militar.
En marzo del ochenta y uno cambio de trabajo. La familia del Barra siempre había estado vinculada a los militares. El abuelo era buzo cuando iban de escafandra y zapatos de plomo y el trabajo en cuestión lo llevó a Pittsburg, antes Pittsburg & Cardiff, empresa de larga data y diversos rubros que importaba y exportaba armamento entre otras cosas.
Ese año lo sorteaban. Los militares le tomaron cariño y rápidamente lo adoptaron.
Tipo noble. Derecho, con carácter, leal, ávido de futuro y carente por completo de contención y afecto. Características aprovechables.
Sus amigos pasaron a ser sus compañeros de trabajo, sus relaciones salieron del riñón de la oficina.
La hija de uno de sus jefes se enamoró de él y él la correspondió.
Otro error.
Cuando le ofrecieron “acomodarlo” antes del sorteo no pudo negarse.
El número marcó que se salvaba por número bajo. Pero ya era tarde.
Mientras cantaban las bolillas él estaba aprendiendo a desembarcar por la escotilla de proa de un submarino en la base naval de Mar del Plata como Buzo Táctico de la Armada Argentina. Y Malvinas, un año más tarde, fue el siguiente y obligado paso.


En los alrededores de Fitzroy, junio 3 para ser exactos, la suerte que lo había acompañado junto a los comandos navales de su grupo lo abandonó de plano y de un golpe.
Después de tres emboscadas sufridas, los infantes ingleses desembarcaron por fin haciendo pie firme en la zona junto a parte del 2ª de Paracaidistas.
Los marinos argentinos no tuvieron oportunidad y solo el profesionalismo de ambas partes evitó que el encuentro fuese una masacre.
El grupo entero cayó prisionero después de volar el puente que unía dos extremos de una cala larga y estrecha. Obligaron al 1° de Guardias Galeses a caminar treinta y dos km. para rodearla.
El feroz interrogatorio al que fue sometido le mostró la faceta no romántica de la guerra, la que nadie te contaba. Para la que sus propios compañeros no lo prepararon.


Los ingleses eran profesionales hasta en un interrogatorio.
Cuando comprobaron lo que querían los catalogaron para informes de inteligencia posteriores y los despacharon a la Isla de Ascensión para intercambio.
Miles de excombatientes, Él incluido, volvieron a Buenos Aires en sucesivas noches frías y lluviosas a partir de mediados de julio.
No había comitivas, ni banderas, ni argentinos esperándolos.
Los hicieron bajar a puerto en medio de la noche, ocultos como delincuentes, cargando sobre ellos toda la vergüenza de un pueblo que reclamaba venganza.
El gobierno militar se derrumbaba.
Y como no podía ser de otra manera, del lado de los perdedores estaba Él.
Él y su grupo llegaron después, cuando las voces se acallaron y nadie preguntaría por ellos.

Estaban contemplados en lo que los ingleses denominaron “categoría especial”. No le reconocieron pensión, ni status de excombatiente, y menos de prisionero de guerra.
No era tropa regular. No estaba registrado.
¿Quién sos pibe?
Nunca estuvo en Malvinas.
Abandonado y estafado. Otra vez.
Otra vez abandonado y estafado.

No encontró trabajo cuando buscó.
Lo negaban quienes lo habían empleado, y los que le volvían la cara y solo semanas atrás habían agitado banderas orgullosos.
Lo único que le quedaba eran las marcas de la guerra, la experiencia del adiestramiento y la adrenalina del combate.
Todo un capital.


Se exilió en noviembre del ochenta y dos.
Un oficial ingles que lo cuidó durante el cautiverio lo recomendó a un norteamericano. Requerían “conocimientos específicos” para necesidades en Centroamérica y canjeaban ciudadanía por servicios especiales.
Llegó a la base de Sacramento después de pasar días de retiro en territorio panameño.
Desapareció hasta principios de dos mil uno.


En marzo aterrizó en una Buenos Aires desconocida.  
Cambiaban los rituales, pero no las mañas.
La gente seguía en caída libre. Las calles sucias, las villas a la vera de las autopistas, el contraste de gente en autos importados y gente tirando de carros cargados de sobras. No tenían civilidad. Habían ido perdiéndose el respeto.
Y él ya no se consideraba uno de ellos.
Como cuando volvió de Malvinas… pisar de nuevo esta tierra… sintió que no fue una buena idea.
Como otras tantas veces…

No encontraba su lugar, no se hallaba.
Afuera era extranjero, acá era un paria.
El pasaporte azul con el águila embanderada ya no le sumaba ni le restaba. De a poco se iba dando cuenta que el fuego interno se le había apagado.
La soledad se le pegó como la humedad, que parecía invadir todo por estos lares. Y cuando antes lo acompañaba de forma natural, hoy lo hería de muerte.
No había nada que hacer, no había mucho para contar
¿En qué invirtió su vida?
Tumbos y más tumbos…


Alguien preguntó…

“¿Por qué no escribís un libro?” 

Y Él se largó a escribir con lo último que tenía. Los últimos ahorros, los definitivos.
Muchas promesas y ninguna certeza.
Una vez más la vida le ponía la soga al cuello y, como a Rambo en la película, lo presionaban para que salte.
El mail llegó de Maryland y le decía que una tal Barbara Lowenstein estaba interesada en el manuscrito que proponía.
El resumen era prometedor.
¿La suerte cambiaba de mano?


Dedicó cuarenta y cinco días de seis horas de trabajo cada uno a redactar su historia, toda su experiencia de vida.
Toda.
La conocida y la oculta.

Lo cerró en casi noventa mil palabras a lo largo de doscientas setenta hojas.
El libro estaba en sus manos.
Solo tenía que imprimirlo.
Imprimirlo y despacharlo al norte.
Y eso, ese hecho preciso, fue lo que determinó el principio del fin.


El diciembre nefasto quedaría en la memoria después de muchos años…
Una cosa era contarlo… Otra muy distinta fue vivirlo.
Hecho inédito en el mundo, cuando no, el país cambiaba de presidente cuatro veces en siete días.
La devastación provocada por el Gobierno, o Desgobierno, fue de antología.
Y el planteo era simple:

“Trabajo no hay. Irme no puedo. La que me queda es generar el libro desde acá, venderlo afuera y cobrar en dólares o euros. Salvado el hombre”

El proceso de escritura, elementos, impresión y puesta a punto del manuscrito le comió la mayoría de los recursos que tenía.
Los elementos para armar la presentación eran costosos y la agente insistía en que el manuscrito debía ser en impreso.
Cada original, según las normas de presentación, era monstruoso.
El costo del envío de la gruesa era sideral…
Se dio cuenta que no podía… No llegaba…

Buscaría otra alternativa. Mail, para eso pagaba una fortuna de conexión.
Un conocido, alguien que viajara…
Los conocidos no viajaron. La agente no quiso el mail. Los originales no se imprimieron.
Los otros contactos hechos jamás le contestaron… Y su mal humor empezó a rozar los límites de lo intolerable.


El primer signo lo tuvo cuando el conductor, atravesado en la vereda con el automóvil impedía su paso y se negó a moverlo. Lo sobró con actitud pedante.
Y la reacción fue automática.
Los brazos fueron a través del vidrio de la ventanilla y arrancó al conductor del asiento.
Iba a comprar sobres cuando ocurrió lo que ocurrió.
Debía mandar cartas a quienes no tenían mail.

Compró los sobres.
Redactó las cartas.
Dobló las hojas.
Mandó las cartas.

Una de ellas llevaba la llave que destrabaría esa situación de finitud que lo perseguía de por vida.

El costo del envío fue algo que no calculó...

Le faltaban cuatro pesos…


Casi lo entierran como NN de no ser por el insaciable apetito morboso de los periodistas que desenterraron la historia que aquí se cuenta.
Todo por cuatro pesos…

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