jueves, 30 de junio de 2011

Argentino: ¿Marchó Ud. a las Fronteras? Cap. 4


4

El Recibimiento y La Estadía

Viernes 16 de noviembre de 1979


Lago Blanco es un pueblito de no más de veinte o veinticinco casas en total, incluidos edificios públicos e instalaciones. Unos cuantos de estos son los que más espacio ocupan y si no fuera por ellos, el lugar parecería mucho más pequeño de lo que es. La Comuna Rural (viene a cumplir las funciones de un Juzgado de Paz o Registro Civil) la Escuela, la Oficina de Correos, el puesto policial y en los límites del pueblo, la usina que genera la electricidad usada por los habitantes (cabe aclarar que solo era puesta en funcionamiento entre las siete u ocho de la noche y hasta las siete de la mañana del otro día)
Así entendimos que durante el resto de la jornada, la vida transcurría en absoluto diferente de lo que para nosotros era un día común. Sin televisión, ni radios (salvo a pilas) sin mayor movimiento, sin tráfico ni semáforos… Un pequeño gran cambio para unos bichos de ciudad muy mal acostumbrados.
Al momento de nuestra entrada al pueblo el sol estaba oculto detrás de gruesos nubarrones y una llovizna tenue caía haciendo más desolador el paisaje, vacío de gente y movimiento. El cambio repentino de las condiciones climáticas se haría una constante a lo largo de todo el viaje.
Bajamos del camión y nos llevamos una sorpresa mayúscula cuando vimos este panorama: ni un alma recibiéndonos ni andando, parecía que el lugar había sido evacuado. Fueron los mismos gendarmes quienes nos invitaron a pasar a la escuela, para después ocuparnos del equipaje cuando el tiempo lo permitiera. Hicimos caso de mala gana, para ser francos.
Segundos más tarde nos llevábamos la segunda gran sorpresa del día. Entramos a la escuela, que tenía un pequeño jardín que separaba la verja baja sobre la vereda de la entrada de puertas de hojas dobles. La entrada estaba sobre un costado y el resto del frente eran grandes ventanas con las cortinas de tela clara cerradas. No podía verse mucho más, el resto de las instalaciones estaban por detrás.
La puerta se abrió y en el gran hall que teníamos por delante, encontramos a todos los pobladores que pudieron estar a ese momento para darnos la bienvenida.
Un aplauso ensordecedor nos atajó en la puerta misma. A izquierda y derecha, formados y con caras radiantes de curiosidad y alegría estaban los niños – alumnos a quienes habíamos venido a ver; un poco más adelante, impecable y sonriente estaba aplaudiendo también el maestro de la escuela, Sr. Generoso, detrás de él, el resto de la gente que nos recibía como héroes o protagonistas de vaya uno a saber que logro, mientras las palmas no dejaban de batir. Nosotros a su vez, hicimos lo propio ofreciendo un aplauso en retribución y saludándolos a ellos.
El Sr. Generoso se adelantó y saludó en primer lugar al Profesor Rodríguez Getino, con quien se confundió en un profundo y sentido abrazo. Agradeció a todos, en nombre de todos, que estuviésemos allí y nos daba a la vez una calurosa bienvenida.
Estrechamos su mano cada uno de los integrantes del grupo presentando nuestros respetos y después hicimos lo propio con niños y lugareños, con quienes nos entretuvimos un largo rato, preguntando nombres y tratando de retenerlos. Los chicos estaban tan entusiasmados que empezaron a formar especies de “cortejos” en los cuales grupitos de cuatro o cinco se pegaban a cada uno de nosotros y nos oficiaban de “ángeles de la guarda” Durante toda la estadía y en cada momento que podían, nos esperaban, nos acompañaban y nos seguían a cada paso que dábamos.
Cuando la euforia fue mermando, la gente volvió a sus casas poco a poco y la situación se fue distendiendo; empezábamos a sentir los efectos del largo día y tantas emociones vividas. Nos invitaron a pasar a otra parte del salón donde habían dispuesto una mesa con algo para tomar y comer, hasta esperar la cena. No nos habíamos dado cuenta pero no habíamos probado bocado desde que cada uno saliera de su casa por la mañana temprano.
Tomamos luego un rato para estirar las piernas y recorrer las instalaciones de la escuela mientras la cena se iba poniendo a punto.
Al rato algunos volvieron, ya que habían sido invitados a compartir la mesa con las autoridades de la escuela (El Sr. Generoso y el personal auxiliar) y nosotros; al llegar el momento, todos nos reunimos y compartimos un riquísimo cordero al horno que devoramos con demasiado entusiasmo, como después nos dimos cuenta. Pudimos entremezclarnos con ellos e intercambiar las primeras impresiones, la charla salía amena y fluida, había mucho para conversar. Todo transcurrió en un clima de camaradería y comodidad pasando una noche que se presentaba perfecta como broche del día que vivimos.
Al momento de finalizar la cena, el grupo se dividió según las habitaciones que habían sido asignadas, ubicadas en diferentes lugares del pueblo. Esto fue hecho previo a nuestra llegada y consultado al Profesor Getino después. Dado el visto bueno, seis de nosotros (entre los cuales me cuento) quedamos destinados a una pensión frente a la escuela, diez en otra pensión con más lugar a dos cuadras de allí y los cuatro restantes a tres cuadras, en las dependencias de una casa de familia, ubicada frente al puesto policial.
Repartidos cada uno a su lugar, ya tarde ese largo viernes buscamos descanso luego de habernos dado el gusto de cumplir con lo deseado: Nuestra primer noche en Lago Blanco. El objetivo estaba cumplido…

Es curioso, no debería serlo pero el hecho nunca deja de maravillarme, cómo un recuerdo encadena a otro y así se arma una reacción con efecto dominó que te lleva a lugares impensados.
Reviviendo todo ese ajetreado día de viaje me venían a la mente fragmentos descolgados, pero llamativos, de pequeños hechos que aún no comprendo porque quedan tan marcados sobre otros.
Alberto Turczyn era un compañero que recuerdo vagamente; era corpulento pero de baja estatura lo cual lo hacía ver como una pequeña mole, de cuello grueso y cabello ensortijado que recordaba al look afro, tan de moda en los setenta. Cuando íbamos desfilando, nos hablaba permanentemente haciendo chistes, algunos inocentes y otros no tanto; y vale aclarar que no en el sentido pícaro que a uno se le puede ocurrir, sino en uno más bien combativo.
A Turczyn lo tenía a mal traer el romanticismo del Che Guevara y la guerrilla, en chiste estaba gran parte del tiempo dando la lata con lo mismo, y nosotros nos descostillábamos de risa sin pensar ni saber todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Estábamos en la cancha de River, cerrando el acto y por completar la única vuelta al estadio que deberíamos dar, y Turczyn empezó a dar indicaciones para que hiciéramos algo fuera de lo estipulado por los organizadores del desfile y que saludáramos a nuestros compañeros. Él daría la señal.
Íbamos en grupo, en dos o tres filas largas, no en fila india, lo cual facilitaba la conversación y el escucharse, por lo tanto sus indicaciones eran claras y les llegaban a todos. La consigna era que al pasar por delante de nuestros compañeros, identificados con una bandera del colegio pintada a mano y ubicados en las bandejas bajas del estadio, Turczyn daría la señal y todos levantaríamos el brazo, no recuerdo si derecho o izquierdo, con el puño cerrado y saludaríamos a los nuestros. “Casualmente”, nuestros compañeros estaban unos metros a la izquierda del palco oficial, donde se ubicaba toda la crema de la Junta Militar en pleno y otros popes del gobierno, incluido Videla, obviamente, Viola, Agosti y Masera.
La cuestión fue que en la cara de todos los que estaban en ese momento en el palco oficial, nosotros tuvimos la poco feliz idea de seguirle la corriente a nuestro compañero, sin saber que el propuesto gesto era la forma de saludo que los militantes de las diferentes formaciones de izquierda utilizaban en sus propios desfiles.
Si no salimos de ahí y nos llevaron derecho a la Escuela de Mecánica de la Armada, fue porque ese día se nos perdonaba todo y hubiera quedado chocante que veinte pendejos imberbes no subieran al avión que nos esperaba en Aeroparque. La verdad, Turczyn estuvo genial y nos hizo entrar a todos como lo que realmente éramos. Una manga de colgados que no le dábamos mayor bola a nada.
Alberto, si algún día lees y reconoces esto, te mando desde aquí un abrazo. A pesar de los años, jamás olvidé esa anécdota.


Una curiosidad, y un error, irreparable hasta este momento en que me encuentro redactando el libro (estoy en vías de solucionarlo) es darme cuenta que en ningún momento de la redacción del diario, durante el mismo viaje, tuve la precaución de dejar por escrito los nombres de los alumnos que conformaban el grupo. Pero estoy en tren de subsanar ese error, pero mientras tanto me gustaría ejercitar mi memoria y citar a todos los que recuerdo de ese grupo de veintiuno o veintidós jóvenes, que son estos:


Alejandro Eduardo Boggio
Aníbal Walter Pianetti
Daniel Gustavo Palacio
Edgardo Fabián Quaglia
Gustavo Claudio Massad
Martín Alejandro Barracosa
Miguel Alberto Turczyn
Néstor Daniel Renda
Raúl Néstor Ferraro
Ricardo Omar Frungillo
Rolando Ramón Ureta
Rubén Horacio Acquaticci

Por desgracia, mi visita a las dependencias del colegio no resultó todo lo productivo que esperaba. Con absoluta amabilidad, la Sra. Adela, a cargo de la Secretaría de turno noche y un colaborador egresado del La Salle de San Martín (a quien pido disculpas por no haberle preguntado el nombre para citarlo), me facilitaron los registros correspondientes a las divisiones de cuarto y quinto año de 1979. He recorrido a conciencia cada nombre y, si bien muchos me suenan familiares, no logro fijarlos como en el caso de la lista de arriba.
Haber pasado por esos registros me generó una movilización interior muy fuerte. En gran parte, supongo, tiene que ver con un momento de nuestra historia en el que muchas, sino todas, las creencias y los puntos de referencia que vamos sumando a lo largo de nuestra vida, se reformulan para dar paso a un panorama absolutamente diferente.
He encontrado en esa revisión nombres que, si bien nunca olvidé, de alguna manera quedaron relegados en la memoria solo como recuerdos, de alguna forma, un tanto vacíos de afecto y sentimiento. El hecho de recorrer las ajadas listas de los registros y volver a leerlos, los transformó de nuevo en caras, risas, miradas, gestos…
Pude por un momento reencontrarme con amigos, con compañeros, hasta con algunos profesores y autoridades que rubricaban los registros. Algunos ya no están. Otros, vaya a saber uno adonde los llevó la vida. Encontré novias, propias y ajenas, concretadas y pretendidas. Las que fueron y las que hubiésemos querido que sean. Amigos que no lo eran tanto. Y ciertos otros personajes de los cuales uno conocía su final por anticipado, desde aquella temprana época. El tiempo le da sentido y explicación a todo.
Me encontré con mucha gente en esos registros. Mucha. Y por todo este tiempo, esa sensación de familiaridad, de pertenencia, de encontrar algo que fue muy mío y que había dejado atrás, quedó conmigo, haciéndome muy bien. Fue muy bueno, creo que desde algún lugar, no se por que, la palabra que me viene a la mente es “reparador”.
Fue bueno encarar este trabajo por muchas razones. Tal vez la más importante la esté exponiendo acá y ahora. Mirar hacia atrás y sumergirse en las profundidades “… de un tiempo que fue hermoso…” como reza el tema popular, mueve cosas, trae a la memoria recuerdos y a la garganta nudos. Se nos nubla la mirada, se nos estruja el corazón y el primer pensamiento que tenemos es creer que la mayoría de las cosas que nos pasan van a destiempo; fuera de foco, cambiadas de lugar.
Aunque a veces traiga algo parecido a una puntada en el cuore, hacerle honor a los buenos momentos y recordarlos con cariño siempre es un ejercicio satisfactorio.
Sigo viajando…


Sábado 17 de noviembre de 1979

Esta mañana la levantada de nuestro grupo se cumplió siete y treinta en punto y recibimos la noticia de tener otro día de nubes, ni bien abrimos la ventana. Nos tomamos nuestro tiempo para prepararnos ya que a las nueve estábamos citados en la escuela. Al llegar puntuales, ya encontramos gente en el lugar; algunos habían madrugado más y cumplido las tareas previas en menor tiempo. Aprovechamos para cambiar opiniones sobre lo que había sido la primera noche en el lugar; no había mucho para contar, pero la verdad era que cualquier anécdota era buena y todo nos parecía notable.
Mientras nosotros discurríamos en esto, el Profesor Rodríguez Getino tuvo que moverse a buscar a una parte de la delegación que no llegaba y había que dar comienzo al desayuno ya que otras actividades pactadas esperaban con horario.
El grupo inauguró la mañana con una levantada rápida, auspiciada por el profesor y su inseparable silbato, y un trote tendido desde donde dormían hasta la escuela. Lo gracioso fue que el grupo se había dividido (era el más numeroso) y mientras parte corría con él a la cabeza, los demás llegaban a poco de salir el profesor en su búsqueda.
Rápido y sin mucho preámbulo, los que estábamos listos dimos cuenta del abundante desayuno compuesto de café con leche, mermelada, pan, manteca y galletitas a discreción. Todavía nos estábamos poniendo al día después del viaje.
Terminado el trámite del desayuno ocurrió el primer hecho para comentar de la jornada. El tiempo que habíamos compartido hasta ese momento con el que era nuestro profesor de gimnasia regular durante el año, pasó de una relación profesor – alumno cada vez más a una de tipo adulto – joven. Esto significa que, sin perder la línea del respeto y la ubicación, el tono paternalista con el cual el profesor se manejaba también había hecho marca en nosotros. Tomábamos cada cosa que nos decía o proponía con muy buen humor y confianza, en algún lugar lo sentíamos como uno más del grupo. Había muy buena comunicación y mucho respeto mutuo, lo cual habilitaba para llevar el trato a un nivel de confianza mayor. Insisto, sin perder el lugar que a cada uno le correspondía.
A conclusión de debate entre un grupo más alejado de donde yo estaba, se propuso y luego determinó por unanimidad, renombrar al profesor con el afectuoso sobrenombre “Papi”. Al principio sin que se enterara y después libremente, “Papi” Getino quedó como marca registrada a partir de ese momento y para siempre.
Teníamos un rato de tiempo libre después del desayuno hasta organizar la primera actividad del día, que consistía en una feria de juegos y actividades con los chicos.
Nuestro grupo (Martín, Ricardo, Daniel, Rubén, Gustavo y yo) elegimos recorrer los alrededores del pueblo, alejándonos lo más posible para ver qué encontrábamos. Así fue que tomamos un sendero, que luego identificamos como un cauce seco, que nos guió en dirección al lago que le daba nombre al pueblo.
Debido al tiempo medido del que disponíamos, debimos abandonar la caminata faltando poco para alcanzar el lago. No obstante esto, la recorrida de ida y vuelta nos permitió ver y recorrer una parte interesante del lugar. Al llegar de nuevo al pueblo, nos cruzamos con otros grupos que optaron por otras actividades como descansar o charlar con alguno de los habitantes.
La preparación de la feria se había extendido y teniendo el horario de almuerzo encima, se optó por posponerla para primera hora de la tarde; por lo cual, y para nuestra alegría, pasamos directo a deleitarnos con una buena sopa y un cordero en estofado del que dimos buena cuenta.
Después de esto, y habiendo cumplido con nuestra parte de la preparación de la feria, aprovechamos lo que restaba de tiempo para (los mismos que por la mañana) volver sobre el camino del cauce y alcanzar el lago, que nos quedaba pendiente, haciendo a tiempo esta vez. Como íbamos preparados, aprovechamos para sacarnos fotos y quedarnos recorriendo el lugar.
En esa recorrida nos encontramos con otro grupo que vino de una dirección diferente, y aprovechamos el regreso para tomar otro camino que nos llevó a hacer un gran rodeo alrededor del pueblo.
Al llegar, el profesor estaba haciendo participar a los chicos en una clase general de gimnasia, donde todos pudieron hacer pruebas, aprender rutinas y conocer actividades diferentes a las hechas a diario. Mientras tanto, nosotros con otros chicos practicamos un sketch que habíamos preparado para ofrecer un paso de teatro, donde los alumnos fueron los verdaderos protagonistas. Esto sirvió para profundizar nuestros lazos con los “guardas” que nos acompañaban a todos lados. Nos hicimos muy compinches con ellos y ellos con nosotros.
Todo duró hasta la merienda, la cual se hizo bastante tarde. Hubo que apurarse un poco ya que para la noche, después de la cena, todo el pueblo se había convocado en la escuela que habíamos convertido en un improvisado teatro, para ofrecer un documental sobre Buenos Aires.
Dado que las posibilidades de ver un audiovisual allí eran casi nulas, se había tomado el recaudo de preparar desde nuestra escuela una presentación a base de diapositivas, acompañada por una explicación brindada por el profesor Getino y un servidor. Casi todos los que presenciaban el audiovisual, jamás habían estado en Buenos Aires ni en ninguna ciudad importante, por eso el desfile de imágenes era más que interesante. Hablamos y mostramos calles y avenidas, las más representativas. El Congreso Nacional, la Casa Rosada, el Obelisco y la Nueve de Julio, el Cabildo y los Bosques de Palermo, entre otros lugares.
Al momento de aparecer una toma aérea de la cancha de River Plate, aprovechamos para comentar detalles sobre el Mundial del año anterior, del cual allí no se tuvo casi noticia. No dejaba de sorprendernos que diferentes y alejados estaban los mundos en los que cada uno de los grupos vivía. Después, algunos de los nuestros hicieron música para levantar un poco la velada.
La muestra del audiovisual había puesto de relieve lo poco que conocíamos y comprendíamos la forma de vida y pensamiento de esa gente que, siendo tan argentinos como nosotros, vivían una realidad tan distinta. Ellos lo notaron también y al despedirnos quedó flotando en el ambiente un dejo de desilusión por parte nuestra, sintiendo que no habíamos comprendido los caminos y la forma de acercarnos a la gente.
Para finalizar, el Sr. Generoso habló brevemente sobre estas primeras horas junto a la gente, agradeciendo todo el trabajo hecho. Esto fue lo último del día antes de dar paso al descanso.

jueves, 23 de junio de 2011

Argentino: ¿Marchó Ud. a las Fronteras? Cap. 3


3


El viaje

Viernes 16 de noviembre de 1979


En medio de un silencio profundo y una expectativa generalizada, la tripulación del Tango Charlie seis cinco (TC-65) nos dio la bienvenida a bordo. El suboficial mecánico Carlos Cantezzano nos indicó con muy buen ánimo los pormenores del despegue y los procedimientos para una situación de emergencia, además de información sobre el desarrollo del viaje y datos técnicos sobre la nave, todo esto en gran parte para distraernos del momento del despegue, el más tenso de todos. El Hércules es una gran bodega voladora. Todo su interior se adecua a la misión que debe cumplir, y en este caso se habían colocado los mismos asientos de malla entre tejida que se usaban cuando se transportaba tropas con equipo completo. Eran unas simples redes que mantenían distancia de las paredes del avión y se enlazaban a un largo caño y luego a otro, formando el asiento. Rudimentario y hosco, pero cómodo para un grupo de inquietos que lo que menos iba a hacer era quedarse sentado.
El avión se puso en marcha y las caras empezaron a volverse mirándose unas a otras. Cada uno se trabó brazo con brazo con quien tenía al lado, tratando de que el miedo se notase lo menos posible en los ojos. El primer carreteo hasta la cabecera de pista fue lento y largo. Después un momento de detención para hacer un giro y luego parar de nuevo. Afuera los motores rugieron y cobraron vida, enojados, su potencia pedía ser liberada. De repente dio un salto hacia delante y empezó otro largo carreteo, esta vez en sentido contrario y ganando velocidad. Con cada aumento de ésta, más nos empujaba la inercia hacia atrás, hasta que en un momento creímos que se iba a desarmar la cadena y saldríamos volando en masa hacia la cola. En ese preciso momento la proa se levantó con suavidad y decisión y, poniéndose cada vez más empinada, el avión se despegó del suelo.
Después de unos breves momentos el silencio del interior estalló en gritos, aplausos y silbidos, medio por el cual nos valimos para dar nuestro agradecimiento a la tripulación por tan buen despegue y de paso descargar un poco de nervios. A una altura de unos siete mil metros y una velocidad promedio de seiscientos kilómetros por hora, el viaje demoraría unas tres horas y media aproximadamente.


Hay tantas cosas de ese viaje que me quedaron tan grabadas que a veces siento que recordar algunas y no otras es una falta de respeto. Creo que dejo en el tintero a mucha gente de la cual no recuerdo el nombre (uno de los peores errores es no haber hecho una lista formal con los datos de todos los que viajaron, haciéndoles escribir y firmar el diario original) Pero de otros me acuerdo con un detalle especial.
Es el caso del suboficial Carlos Cantezzano, un mecánico parte de la tripulación del Hércules C-130 de la Fuerza Aérea que nos transportó hasta el sur y nos trajo de vuelta. Un tipo macanudo, desde el lugar y las circunstancias en que tuve oportunidad de conocerlo, que tuvo la delicadeza de regalarme el escudo del escuadrón que llevaba en su buzo de vuelo y cuidó de nosotros a cada tramo del viaje, tanto de ida como de vuelta. Apenas tres años más tarde, murió sirviendo en el sur argentino durante la Guerra de Malvinas.
Su nombre está grabado en las placas del monumento a los caídos que se levantó en la Plaza San Martín, en el barrio de Retiro de la Ciudad de Buenos Aires. Y en el recuerdo de quienes lo tratamos brevemente, mi saludo respetuoso a la memoria de un hombre que recuerdo de gran corazón, inagotable paciencia y con una broma siempre al alcance de la mano.

El viaje tuvo en sus breves tres horas algunas anécdotas divertidas.
Uno de los integrantes del colegio Florencio Varela de Avellaneda era un pibe de ascendencia japonesa que no tengo ni idea de cómo se llamaba. Pasó más de las tres cuartas partes del viaje con la cabeza metida en una bolsa para vómitos.
No es chiste, es estadístico. Lo controlaban sus propios compañeros, a segura distancia de donde lo habían dejado solo. Al primer síntoma de descompostura, no tuvo la precaución de llevarse la bolsa a la boca con suficiente rapidez y la prueba de la demora quedó regada delante de él en el piso y en la salpicadura de las zapatillas de los que estaban cerca.
Lo bueno fue que, al no tener el avión cabina presurizada, el frío congela el metal y el vidrio de todas las partes del fuselaje que en el interior no tienen aislamiento. El rastro de la descompostura del japonés quedó frío en el piso metálico esperando que algún conscripto de servicio arreglara la macana cuando el avión volviera a la base. Flor de puteada se iba a ligar el japonés. Otro hecho notable.
Como en todo grupo, el nuestro no era la excepción en cuanto a tener al nardo de turno que era eje de todas las bromas habidas y por haber. Por una cuestión de respeto voy a obviar el nombre, pero a cambio lo voy a denominar con el apelativo por el cual se lo conocía y que el resto de nosotros le colgamos: El Aparato.
Quien haya pertenecido a la cofradía de los que viajamos, de seguro ubicará fácilmente a la persona en cuestión. Fuera de esto, y respetando una convención tácita por lógica y decoro, la identidad de nuestro compañero es reservada y anecdótica.
Iba El Aparato muy entusiasmado investigando todos los recovecos del avión, exprimiendo la imaginación de los pobres tripulantes que no estaban acostumbrados a hacer de azafatas. Preguntaba acá, preguntaba allá, y ni que hablar de lo que costó sacarlo de la cabina de vuelo, cuando el comandante nos fue invitando a pasar de a dos a conocerla.
Hete aquí que El Aparato notó de manera observadora e inteligente (el frío que hacía nos obligaba a ir vestidos con camperas, gamulanes y cualquier abrigo a mano que nos recomendaron llevar) que gran parte del interior del avión estaba escarchado. Originalmente al Hércules C-130 se lo concibió como avión de transporte de cargas y tropas, por esto se entiende que las comodidades escaseaban o eran nulas del todo. Con el correr del tiempo diferentes versiones se fueron adaptando a diferentes tareas. El que nos transportó a nosotros tenía la típica configuración de transporte de tropas común, es decir que se armaban con todo un andamiaje de cañerías y redes unos improvisados asientos que se montaban y desmontaban a gusto. Si uno veía el cuerpo interior del avión en el que viajamos se notaba que ciertas partes del fuselaje iban cubiertas con un material aislante, otras, la mayoría, no. En el centro del enorme espacio de carga, unas redes como si fuesen arcos de fútbol dividían en dos sectores el avión, a derecha e izquierda, y sobre las paredes del fuselaje, también se veían estas mallas colgando, haciendo que el contacto con el metal fuese menor. De uno y otro lado de esos dos sectores, se alineaban unos largos e ininterrumpidos asientos de lona, logrados por el despliegue de las estructuras desmontables de caño que mencioné. Los asientos semejaban largos catres de campamento, de esos que se abren y se traban.
Íbamos todos más o menos acomodados, estirándonos y poniendo los pies entre los dos sujetos que teníamos enfrente hasta que llegara el momento de sentarse para aterrizar. Ahí la cosa se ponía más seria. Andaba entonces El Aparato deambulando por donde podía, cuando se detiene porque algo le llamara la atención.
Se acercó con intrigante expresión en esa cara poco común que tenía, y como al descuido comentó, sin dirigirse a nadie en particular: “… ¿Tiene hielo acá?” Conocedores profundos de la boludez humana en ámbitos donde los neófitos pisan terreno que no deberían, los aviadores intentaron pararlo antes de cometer el error que cometió de todos modos. El Aparato, rápido y perspicaz, tocó el hielo mencionado y automáticamente la yema del dedo se le quedó adosada al plexiglás de la pequeña ventanilla redonda. Cuando quiso retirarlo, sin éxito, las expresiones de los que estábamos a su alrededor fueron variadas. Los que estábamos cerca, lo miramos con cara de no entender porqué no soltaba el dedo del hielo. Los que estaban más lejos, algo sospecharon y empezaron a correr la voz de que algo se estaba armando. Uno de los milicos se empezó a reír y para que no fuera tan chocante subió la escalera y se perdió en la cabina de mando. Cantezzano, servicial y atento como siempre, le aplicó una patada seca entre la palma de la mano y la muñeca que logró liberar al Aparato de su aprisionamiento helado.
Claro que no fue gratis. Un pellejo de piel quedó pegado al hielo y una mancha roja le cubrió la punta del entrometido apéndice, que más le hubiese valido haber usado para explorar otros lugares.
El pobre pibe no sabía qué hacer primero. Si putear al milico por haberle arrancado un pedazo de dedo o agradecerle por no tener que esperar a que el avión perdiera altura para que el hielo lo suelte. Sin largarse a llorar, (que te arranquen un pedazo de piel no es simpático) y tratando de sobrellevar las ganas de gritar como mejor pudo y con una expresión más o menos digna, se buscó un lugar alejado donde poder enterrarse y pasar lo más desapercibido posible. Con la misma cara de concentración y sin un quejido, una sonrisa u otra expresión, se fue callado y sin hacer ruido alguno buscando otro lugar para investigar, mientras el resto de nosotros nos descomponíamos de risa, atronábamos el lugar a carcajadas y aplaudíamos desesperados pidiendo otra genial intervención.

Estaba yo cómodamente tumbado y estirado con los pies en el entramado de malla de enfrente, leyendo, cuando Martín Barracosa me hizo volar las piernas de un simpático golpe avisándome que íbamos a ir pasando de a dos a la cabina de mando para conocerla.
Yo le venía pasando página tras página de un ejemplar desvencijado de “Drácula” de Bram Stoker que estaba leyendo al momento del viaje y no quise abandonar hasta la vuelta. La interrupción me sacó del lugar de ensueño en el que me encierro cuando un libro atrapa mi atención. Aún hoy eso me pasa, por suerte.
Me estiré para sacudirme la modorra y miré a mí alrededor como para ubicarme. Quise ver algo afuera más por reflejo de ubicación que por utilidad, pero se notaba que volábamos sobre un colchón de nubes. Debajo nuestro no se veía nada. Podíamos estar en cualquier lado.
Lo miré a Martín y le hice un comentario, típico nuestro por las cosas que nos interesaban y sobre las cuales siempre bromeábamos. “Triángulo de Las Bermudas sobre el sur argentino se traga a contingente de nabos secundarios que desaparecen misteriosamente”
Martín se sonrió como siempre lo hacía y me señaló la cabina. Nos acomodamos para esperar el turno. Me tocó subir con El Aparato al final. Cuando bajaron Boggio y Ferraro, subimos nosotros. Yo lo madrugué y me puse primero. Subí los escalones estrechos y empinados. Entrar en el lugar me causó una impresión que me quitó el aliento.
Como aparecí en la cabina desde babor (o a la izquierda, como más les guste) sobre la banda de estribor, enfrente, un tripulante tenía la cara metida en un cono de goma vigilando el radar. A mi derecha, lo que sería la parte de atrás de la cabina, otro descansaba sentado hojeando una revista, sin prestar la mínima atención a lo que pasaba con el resto. Al frente, piloto y copiloto observaban el paisaje imponente sin que nada los distrajera. Tenían las manos fuera de los controles y mientras el copiloto cebaba mate, el capitán de la nave disfrutaba de la vista.
 A través de los cristales de la cabina se veía el cielo azul más intenso y límpido que jamás vi, ni hubiera imaginado desde el suelo. El sol brillaba a media altura delante nuestro por estribor con una luminosidad increíble. Estábamos volando en diagonal, sobre la Patagonia, desde La Pampa hacia el sur de Chubut, y el sol iba girando para la derecha a medida que el avión se ponía más paralelo a la Cordillera de los Andes.
Debajo de nosotros, hasta donde la vista me daba, un colchón de nubes espeso y parecía poder sostener a alguien parado sobre él, cubría toda la extensión que el avión estaba atravesando.
Nunca volví a ver un espectáculo igual. De hecho he visto paisajes hermosos y curiosos, desde algunos que helaban la sangre a otros que te paralizaban por su belleza. Pero nunca como ese. Y me quedó grabado en la memoria.



La Llegada

Viernes 16 de noviembre de 1979


Cerca de las dieciocho horas se dio aviso por los altoparlantes de abordo que Río Mayo estaba delante de nosotros y a la vista.
Todos aplaudimos y expresiones de alegría se tradujeron en abrazos, palmeos y vítores. El comandante se hizo presente y nos repitió las mismas indicaciones que para el despegue. Brazo con brazo con nuestros compañeros de lado, tragar saliva si se nos tapaban los oídos y no moverse del asiento por ningún motivo hasta que el avión se detuviera y nos diesen la orden de descender de la nave.
Aquí fue cuado todos recibimos un susto mayúsculo. El hecho, con causas y razones, se detalla a continuación.
Por las características particulares que el Hércules tiene en cuanto a detalles de su diseño, el aterrizaje no lo cumple en condiciones normales equivalentes a otras aeronaves. Su aterrizaje se lleva a cabo con un procedimiento bastante particular. El comandante lo estabiliza a una altura determinada del suelo (tres metros aproximadamente), sosteniéndolo y verificando el chequeo de rutina con su copiloto; a continuación, y sin mayor preámbulo, suelta el avión desde esa altura para que toque tierra entrando en contacto con el suelo todos sus neumáticos al mismo tiempo. Su fuselaje está diseñado de manera específica para absorber el peso de la caída a través de un pandeaje que soporta a nivel de un punto medio ubicado en su parte baja, en la panza del avión a mitad de camino entre su cola y su tren de aterrizaje delantero. Este pandeaje, absorbe el impacto del fuselaje contra el suelo y lo distribuye parejo por todo el fondo del avión, combándose en el sector entre el tren de aterrizaje trasero y sus alas en una graduación aproximada de 2,5 grados hacia abajo.
Una fina llovizna y un fuerte viento cruzado dificultaron la maniobra y para el momento de soltarlo, el avión se hallaba cuatro metros por encima de lo esperado. Eso sumado a que la pista de ripio no se hallaba en buenas condiciones de asentamiento, dio como resultado una situación preocupante, de la que nos enteraríamos luego. El avión cayó desde la altura a la cual la sostenía el piloto. Las ruedas se calzaron en el pedregullo y patinaron buscando afirmarse; el avión rebotó acomodándose de costado hasta que unos cuantos metros más allá logró morder el suelo y afirmarse entre patinada y patinada. Luego de unos segundos interminables el piloto consiguió estabilizarlo haciendo que sus ruedas se afirmaran lo suficiente como para aplicar los frenos de manera efectiva.
El bamboleo intranquilizó al pasaje pero recibió luego con alegría el anuncio de que podía abandonar la nave, una vez se detuvieron los motores. Solo al volver a Buenos Aires nos enteraríamos de que los dos grados y medio de torsión permitidos se habían transformado en casi cuatro en el momento del aterrizaje en Río Mayo, poniendo al avión al borde de partirse en dos. Si aterrizamos enteros, fue gracias a la pericia de los pilotos.
Habiendo pasado el mal momento, se nos invitó a descender en tierra chubutense encontrándonos con una delegación que se hizo presente para darnos la bienvenida.
Saludamos afectuosamente a todos los presentes, que eran muchos, agradeciéndoles el gesto; el lugar casi había detenido su ritmo por esto. Ojala pudiéramos retribuirles la atención de la manera que corresponde.
Luego de varias fotos, abrazos y saludos diversos nos avisaron que el camión que Gendarmería Nacional había puesto a disposición, estaba listo. El robusto y cumplidor Unimog de Mercedes iba a ser nuestro micro particular con el que recorreríamos todos los caminos, durante los días siguientes.
Aquí el grupo se dividió quedando parte en Río Mayo mientras que nosotros seguimos viaje a Lago Blanco.
Sin perder un minuto nos abocamos a la tarea de cargar equipaje y equipo para luego acomodarnos nosotros en el poco espacio que quedara libre; sentados lado a lado a cada costado de la caja del camión, las piernas de todos iban estiradas y entrecruzadas sobre los bultos, tal como un rato antes viajáramos en el avión. El camión se puso en marcha y entrábamos así en la última etapa del largo viaje, tan ansiado y tan soñado. Cantidad de preguntas e incertidumbres llenaban nuestros pensamientos. Mirábamos el desolado y bello paisaje sacando fotos y comentando cada detalle de un camino, que si bien era casi yermo, a quienes veníamos de otra geografía nos resultaba fascinante.
Por esto, el orden en el lugar duró poco y nada. Los primeros que se movieron ganaron la parte delantera de la caja, levantaron la lona y, apoyados sobre el techo de la cabina, ocuparon un lugar de vista privilegiado. Los que quedaron más retrasados se asomaban por la parte de atrás, se sentaban o paraban sobre la puerta, cuidando no ser vistos porque estaba prohibido. A cada curva o subida, trepada o asomo desde la salida de un cerro, el lugar nos mostraba un paisaje diferente, aunque lo único que se veía eran cerros, piedras y arbustos bajos y espinosos parecidos a esos que aparecían rodando, llevados por el viento, en las películas de cowboy de los sábados por la tarde.
En un punto cercano ya a Lago Blanco, al girar en una curva se nos presentó de repente un espectáculo imponente. Iluminados por el sol, en algún lugar mucho más alto que las nubes que estaban sobre nosotros, los picos de la Cordillera de Los Andes, a lo lejos, ocupaban todo un frente a la izquierda y adelante del camino.
No se cómo nos las ingeniamos, pero al grito de aviso que alguien lanzó las veinte o veintidós cabezas se asomaron a la vez para contemplar el paisaje. Nos quedamos en silencio y boquiabiertos. Primera vez para todos que contemplábamos semejante vista.
Casi de inmediato, como no dejándonos reponernos de una sorpresa que llegaba otra, alguien señaló al frente y gritó:
-       ¡Lago Blanco adelante!
Giramos la vista en la dirección señalada y luego de tres o cuatro veces que el contoneo del camino escondía y mostraba techos de distintos colores y formas confusas, Lago Blanco apareció ante nuestros ojos por primera vez.
Ese destino con el que habíamos empezado a soñar un par de meses antes, se había transformado de un punto en el mapa y el título de todas las charlas que ocupaban nuestro tiempo, a un lugar clavado en el medio de la nada, al que habíamos arribado después de tanto esfuerzo. Entonces, cuando caímos en la cuenta de haber cumplido la primer parte de la misión, los gritos y vítores se dejaron escuchar a la vez que saltábamos unos sobre otros abrazándonos y felicitándonos por estar allí. Esa alegría no se apagaría hasta el momento en que debiéramos abandonar suelo chubutense.
La forma de expresar nuestra alegría se manifestó cantando y para ello elegimos una canción que, con el correr de los días se convirtió en una especie de himno propio: el Tema de Los Mosquitos, de León Greco, del cual aquí transcribo la letra.

El gorrión le quitó la casa al hornero, un ave de rapiña picoteaba un cordero.
La lechuza se prendió de los ojitos, de una rana chiquitita y de un sapito.
Todas las abejas y todas las ovejas, fueron masacradas por la gran araña.
Los mosquitos picoteaban a un chancho estancado, masticando mariposas de los pantanos.
Ay, que vida es esta dijo un cazador, salieron a matarse todos los animales oh oh oh.
Un pavo real perdió todas sus plumas, en una sangrienta encrucijada de pumas.
La calandria fue atrapada por la serpiente, los conejos pisoteados por el elefante.
La hiena cantaba una triste canción, las hormigas bailoteaban sobre las iguanas.
El caimán se comió al pajarito, que le limpiaba los dientes con su piquito.

jueves, 16 de junio de 2011

Argentino: ¿Marchó Ud. a las Fronteras? Cap. 2


2


Los preparativos habían quedado atrás. Todas las charlas y conjeturas iban a ser resueltas y develadas a partir de las tres de la tarde de ese viernes que se había presentado nublado y destemplado. El día en que por primera vez la mayoría de nosotros se embarcaría en una experiencia inédita, novedosa.
Hoy, recorriendo lugares y juntando información y datos sobre aquel momento, me doy cuenta de que poco menos nos borraron de la memoria colectiva. Arranqué buscando por Internet, como es lógico, viendo qué me devolvía el monitor al escribir las palabras mágicas: “Marchemos a las Fronteras” “Operativo Frontera” o cualquier cosa que se relacionara con ello. Y lo que encontré fue poco menos que decepcionante, lo cual no dejó de llamarme la atención.
Salvo por un website muy prolijito, aunque sin referencia de actualización, perteneciente al Colegio Mariano Moreno, de la calle Zeballos 822 de la Localidad de Moreno, Provincia de Buenos Aires, el resto de lo que se encuentra son comentarios velados a una iniciativa originada en el gobierno militar y llevada a cabo por Gendarmería Nacional. De los que nos movimos a los confines del país a tratar de ayudar en lo que se podía a los hermanos de aquellos lares, ni noticias.
De verdad que me resultó curioso comprobar en sucesivas búsquedas que la mención hecha al tema era casi nula. Me dediqué entonces a rastrar desde otro lugar. Recorrí la Biblioteca del Congreso y la de la Legislatura Porteña. Busqué diarios y revistas. Revisé carretes de microfilmes. Creo que si todo lo que conseguí llena una carilla A4 es mucho.
Los diarios del 16 y 17 de noviembre de 1979 coinciden en hacer una cobertura más que escueta del hecho; transcribiendo una crónica del acto que, leída hoy a la distancia y con la posibilidad de ponerlos uno al lado del otro, parece haber sido redactada en un lugar específico y luego despachada a las redacciones para rellenar las portadas.
De la búsqueda hecha, pude acceder a ejemplares de La Nación, La Opinión, La Prensa y La Razón. No pude hallar ningún ejemplar de Clarín, cosa también que me llamó la atención. En los cuatro diarios fue común encontrarme que se hacía mención en primera plana, con el acompañamiento de una foto y el resto de la noticia se desarrollaba en el interior.
La Prensa, por ejemplo, mostraba un primer plano de los alumnos desfilando y portando los carteles que identificaban a cada colegio. En este caso, los que aparecían primeros eran los que pertenecían al E.N.E.T. Nro. 9 Alejandro Volta. Más atrás se distinguía a los alumnos del Instituto Gaspar Campos y sobre el filo un cartel en el que solo se lee la localidad. Vicente López.
Los datos que encontré en las crónicas comunes decían que los alumnos que viajaban eran cinco mil, pertenecientes a doscientas escuelas de Capital y Gran Buenos Aires. El estadio de River Plate estaba ocupado en un sesenta por ciento por toda la gente, familiares y compañeros, que había ido a formar parte del acto y la despedida de los contingentes. Una foto interior, que acompañaba a la crónica, mostraba al comandante en jefe del Ejército, general Roberto Viola, al lado de Videla, vestido de civil, que para ese entonces ejercía como Presidente por fuera de la propia Junta. A su izquierda se ve sentado al general de brigada Llamil Reston, ministro de trabajo de su gabinete.
En La Nación, las fotos que ilustran las notas son más generales y no se distinguen alumnos ni delegaciones. Una, muestra una vista de gran parte de la pista de atletismo ocupada por jóvenes formados, con sus pancartas y abanderados, flanqueados por sus profesores y los gendarmes asignados a cada grupo. En la otra se ve al ministro de educación, Juan Llerena Amadeo, en momentos de dar un discurso. En ese momento, el director general de Gendarmería Nacional era el general de división Antonio D. Bussi. Éste, junto al ministro de bienestar social, contralmirante Jorge Fraga y el interventor nacional de educación técnica, Dr. Carlos Burundarena, también participaron del acto y eran citados en la noticia.
Curiosamente se remarca que, aunque las distintas autoridades fueron bien recibidas por la gente en las tribunas, la silbatina fue generalizada y estruendosa cuando Videla apareció precedido por Llerena Amadeo en el palco oficial e hizo uso de la palabra. Me llamó la atención que se mencionara tan particular detalle para la época.
Cuando el acto dio comienzo, miles de papeles celestes y blancos cayeron de las tribunas a la vez que las bandas militares presentes atacaban con marchas que acompañaban la entrada de los contingentes a la pista de atletismo. Lo siguiente, con todo el mundo en su lugar, fue la ejecución del Himno Nacional y el izamiento de la banderola identificatoria del operativo, en el mástil ubicado frente a la tribuna Almirante Brown.
El pro vicario castrense era Monseñor Victorio Bonamín, quien pronunció un discurso que, al leerlo, me puso de punta el vello de la nuca “Ruego a Dios para que los jóvenes aprendan la lección de las fronteras; enséñales Señor, que los límites de cada uno son sus propias fronteras y que estar contenido dentro de ellas es estar contentos dentro de tu voluntad soberana…”
Prosiguió diciendo: “Recuérdales entonces que donde tales fronteras no se respeten, la verdad es desbordada por la mentira y hasta por la falta de belleza, y el bien sucumbe bajo la reacción de la barbarie y el terrorismo”
¿Sabría Monseñor que el terrorismo era a dos puntas y en el medio estábamos nosotros, simples y descartables mortales? Vaya uno a saber.
Las crónicas prosiguen comentando que, luego de las palabras alusivas de cada uno de los personajes que presidían, se inició la ceremonia de desfile y despedida de los cinco mil jóvenes que marcharon por la pista, alrededor de las tribunas, mientras las bandas militares ejecutaban la marcha “Nuestras Fronteras” con el acompañamiento del Coro del Conservatorio Nacional de Música.
Aparte de decirlo los diarios, recuerdo con detalle que nos habían hecho vestir a todos pantalones de riguroso azul a lo cual se agregaban remeras (provistas por Gendarmería) algunas celestes y otras blancas. La idea era que una vez formado cada grupo, en los extremos se ubicaban los vestidos de celeste y en el medio los de blanco, formando la bandera nacional. Mi remera era blanca y la conservé por un par de años hasta que quedó hecha percha.
Fuera de lo citado, invito a quien quiera a tratar de encontrar en los medios una cobertura más profunda en o por algún otro medio. Si encuentran algo, por favor, avísenme.

Durante el tiempo previo a ese momento clave, recuerdo algunas anécdotas risueñas y hasta disfuncionales que se dieron en el seno del grupo. Como cuando el profesor Rodríguez Getino se encargó de instruir a todos las recomendaciones del caso para encuentros cercanos del tercer tipo con personas del sexo opuesto. Al pobre le costaba hablar de algo que no entraba en los cálculos de ecuación profesor – alumno de esa época, pero alguien tenía que hacerlo. Y la línea bajada desde los organizadores y responsables (llámese militares y los rectores de los colegios) era más que clara: se trata de una marcha para apadrinar escuelas de frontera en sus necesidades básicas, no de poblar los lugares a visitar ni aumentar la cantidad de habitantes.
Los que conformaban el grupo, al menos la mayoría, ya habían experimentado los primeros escarceos con el sexo opuesto y pensar en caer en un lugar desolado en el que nunca pasaba nada y encima ocuparlo con porteños mezclados con mujeres que no tienen mucha oportunidad de tratar con extraños… No era una buena mezcla; no se si me explico.
Se que puede sonar bastante tonto, hoy a la distancia, pensar que era embarazoso abordar el tema, fuera del ámbito del grupo. Pero era así. Tal cual. Y nadie quería hablarlo ni con el profesor ni con el director, pero si pasaba algo fuera de los planes, la cantidad de patadas en la cabeza que recibiríamos sería memorable. La consigna, más o menos era: “Usted tiene que darse cuenta solo de lo que debe y no debe hacer” Como si fuera tan fácil…
Fue una risa. El “profe” Rodríguez Getino tratando de dar una clase sobre profilaxis sexual, lo más escueta y profesional posible, y alguien de nosotros lo redujo a un concepto básico y muy directo…
“Muchachos compren forros. Mejor no usarlos. Pero por las dudas que alguien se caliente mal… Compren forros”
A eso se reducía todo. A tratar de no dejar embarazada a ninguna jovencita (u otra postulante fuera de término cronológico) y que nadie se vuelva con una enfermedad de allá abajo (léase lugar físico geográfico y zona corporal específica) y haya que dar explicaciones a los padres de acerca de que había ido a hacer su hijo al sur.
¡Qué épocas! Piensen hoy en un profesor o preceptor que le plantee a un grupo de egresados irse de viaje con la condición de respetar no emborracharse, no probar un porro o no tener sexo entre propios o ajenos.  Una risa. Hoy esa situación podría pasar por un sketch digno de Alfredo Casero o Peter Capusotto.



El Inicio

Viernes 16 de noviembre de 1979


Temprano por la mañana, todos menos Ureta estábamos impacientes reunidos en la puerta del colegio a la hora indicada. Micro, valijas e integrantes estaban preparados para emprender una de las empresas más importantes a las que podíamos aspirar en estos momentos tan particulares del país en los que los confines soberanos corrían peligro: marchar a las fronteras para ratificar nuestra presencia; para decir presente.
Entre besos, abrazos y saludos de familiares y compañeros abordamos el micro que nos llevaría a River y más tarde al aeroparque.
El micro se puso en marcha y un atronador rugido salió de su interior. Ya estábamos en viaje. El chofer enfiló por Lacroze hasta la zona de San Andrés para pegarse a la vía y salir a General Paz pasando por el costado del Club Mitre, Ferrocarriles Argentinos y el Círculo de Suboficiales del Ejército. A la altura del Club, exactamente en el cruce de Las Heras y Perdriel, un Ami 8 marrón chapa número 432.934 quedaba prensado entre nuestro micro y el que iba adelante llevando a nuestros compañeros del colegio que iban a participar del acto desde las tribunas. Hubo un momento de alboroto hasta que pudimos descongestionar el lugar y seguir camino. No sin antes permitir que la profesora Callegari (Esposa del Profe Rodríguez Getino y profesora de educación física de la escuela también) nos alcanzara gracias a esta demora, permitiendo que el retrasado Ureta (retrasado en el sentido de demorado) se una al grupo con el que debía estar desde temprano. La “cálida” recepción que se le brindó en el pasillo del micro hizo que en lo sucesivo fuera más cuidadoso con los horarios…
Luego seguimos sin mayor novedad hasta el estadio; al llegar, ya sabíamos todo lo que había que hacer. Nos ubicamos en el playón, formamos por grupo y cada grupo ocupó el lugar por orden de entrada que le correspondía, mientras hacíamos esto, la gente que había venido a despedirnos iba tomando ubicación en las tribunas. Exactamente a las diez treinta, las puertas del estadio se abrieron y se dio la orden de ingresar para formar en los andariveles. Al caminar por los pasillos ya se iba escuchando el griterío en las tribunas y nos íbamos haciendo una idea de lo que encontraríamos afuera; pero lo que vimos ni bien asomamos por las puertas detrás del arco del cartel electrónico, nos dejó sin habla. Desconozco cómo hicieron pero la cancha estaba llena de gente en casi todas las tribunas. Miles y miles de personas, chicos, adultos, compañeros, familiares, habían ocupado casi todos los lugares y nos ovacionaban desde lo alto. Increíble.
Rato después, ya en el micro pudiendo charlar con mis compañeros, todos coincidimos en que en ese momento nos inundó una emoción difícil de describir. Lo más fácil, sin entrar en chistes baratos, fue hablar de “piel de gallina”.
“¡¡Ar-gen-tina, Ar-gen-tina, Ar-gen-tina!!” El grito bajaba de las tribunas coreado por esa masa increíble de gente que saltaba y agitaba banderas y carteles, reproduciendo en algo lo que se había vivido allí mismo poco más de un año antes con la Selección Nacional de fútbol, en momentos de consagrarse campeón mundial.
Estos son algunos testimonios que recogí de ellos en ese momento:

·                 “Sentí orgullo y emoción. Fue algo que nunca me imagine vivir” Daniel Palacios, Alumno de 5to. Año.

·                 “Salimos a la cancha y ver a toda esa gente gritando por nosotros me puso la piel de gallina” Néstor Renda, Alumno de 5to. Año.


·                 “Lo vi en el Mundial pero nunca imaginé que sería protagonista” Edgardo Quaglia, Alumno de 4to. Año.

·                 “Sentí una emoción muy grande al desfilar ante tanta gente y ante el mismísimo Presidente de la Nación” Raúl Ferraro, Alumno de 4to. Año.

·                 “Es algo que no puedo expresar y espero se repita” Alberto Turczyn, Alumno de 4to. Año.

Todos experimentamos algo difícil de describir y que rara vez volveríamos a vivir. Nuestros compañeros desde las tribunas nos hacían sentir todo el apoyo con cantos y saludos. Llevaban una bandera que no habíamos visto subir al micro con la que nos saludaban y despedían. Eso sumó emoción, nos llamaban, nos aplaudían, todo era alegría y locura, y nosotros allí clavados en el piso sin poder movernos ni saludar. La organización había sido clara en ese sentido: ningún saludo hasta que se nos autorizara.
De inmediato comenzó el acto y pudimos relajarnos un poco ya que un silencio absoluto se hizo en todo el estadio. Entró la bandera de ceremonias, los Patricios ejecutaron el Himno Nacional que todos cantamos con profunda emoción, se dijeron un par de discursos y se entonaron marchas alusivas. Duró bastante tiempo, fue difícil en un momento mantenerse quieto. Los nervios nos tenían a mal traer para esa hora y agradecimos la orden de marchar, luego del final de los discursos. El Sr. Presidente no hizo uso de la palabra.
Cuando el clarín sonó indicando el inicio del desfile que nos llevaría a cada grupo a su micro, después de dar una vuelta completa a la cancha, pensamos que el estadio se venia abajo ante la tremenda exteriorización de alegría proveniente otra vez de las tribunas. La multitud, delirante de amor y orgullo hacia esos cinco mil jóvenes que marchaban a hacer patria, daba el más claro ejemplo de lo que era capaz cuando se unía detrás de una consigna común y un mismo ideal. El corazón no nos entraba en el pecho. Dimos toda la vuelta y justo antes de salir por la Puerta Maratón, nos encontramos con nuestros compañeros que estaban allí no mas, en una de las bandejas más bajas, saludándonos a rabiar.
Al llegar al micro las sorpresas no terminaban. Otro grupo se había dividido y nos esperaba junto a la puerta para subir con nosotros y acompañarnos hasta el Aeroparque Metropolitano, lugar al que llegamos rápidamente. Allí volvimos a sorprendernos. Pese a la negativa de permitir el paso de particulares en el Sector Militar desde el cual partiríamos, una vez más los nuestros se hacían presentes. Algunas novias, padres y amigos de otros cursos (tengan en cuenta que TODO el colegio estaba convocado al acto) se habían volcado allí y no hubo más remedio que dejarlos pasar.
Así, en medio de abrazos, besos y algunas lágrimas, llegó el momento triste de la despedida. La orden de abordar el avión se dio una sola vez y bastó para que todo el mundo, nuestro grupo y otros tres más, enfilaran en orden hacia las entrañas del enorme transporte. A nosotros nos tocó entrar por la puerta más cercana a la cabina de mando, por el frente. Otros lo hicieron por la rampa trasera. Tardamos nada en acomodarnos y de pronto estábamos en presencia de uno de los suboficiales encargados de instruirnos para el viaje, mientras veíamos en silencio como la rampa se cerraba. No había otro lugar a donde ir que a Lago Blanco, a dos mil trescientos kilómetros de Buenos Aires.