miércoles, 19 de agosto de 2015

Operation Sea Wolf - El Libro / Entrega 1




Operation Sea Wolf
(Las Mujeres No Eligen Perdedores)
DNDA: Form. N° 00280160 / Exp. 5222088 26/03/2015



By Marcelo Branda




Prologo



El año, 1975. Diciembre corría con prisa, como si quisiera acabar rápido y sacudirse de encima los negros nubarrones que el futuro cargaba. Algunos lo sabían, muchos lo sospechaban, casi todos lo esperaban. Eran los estertores del último gobierno peronista legítimo, que caería pronto bajo el dominio militar de aquellos a quienes la Presidente les había dado carta blanca para perseguir y desterrar al enemigo marxista.
Pierre Lamar se hallaba de pie sobre la cubierta del viejo pesquero traído de Mar del Plata años atrás. El aparejo que colgaba sobre la borda movió el contenedor de acero sin hacer un solo ruido. En parte porque sus mecanismos estaban bien mantenidos, en parte porque usualmente levantaba redes de pesca repletas sin una queja. El trabajo forzado le iba bien.
Era de noche. La luna aún iluminaba. La atmósfera estaba saturada de un olor extraño y desde el horizonte negro los resplandores de lejanos relámpagos eran la antesala de una tormenta importante.
El contenedor era de acero inoxidable de la mejor calidad; construido en Bruselas con materia prima alemana. Lo habían supervisado dos ingenieros y su construcción llevó casi dos años. Lo embarcaron en un carguero, en Hamburgo, a fines de 1963 y cuando llegó a la Patagonia en abril del 64 lo trasladaron desde Bahía Blanca hasta Puerto Madryn oculto entre una carga de tirantes de madera.
Lo sepultaron a buen resguardo, en una finca metida tierra adentro de la ruta que unía Madryn y Pirámides, diez o doce kilómetros alejada de la ruta. Su familia estaba a cargo de la custodia de la caja hasta el momento en que se necesitara.
Un año atrás, era 1974, la responsabilidad había pasado a sus manos y poco después le pidieron que la rescate de la tierra. Había que trasladarla de urgencia.
Después de años, llegó el momento de utilizarla con el fin para el cual había sido fabricada.
Entonces Lamar emprendió el viaje desde Península de Valdés hasta Bariloche. Allí se la utilizaría para contener lo que se quería preservar y luego, de la misma forma silenciosa y anónima en que se había trasladado de Europa a la Patagonia, Lamar se encargó de llevarla de vuelta desde la cordillera hasta el mar para llegar a este muelle, junto al aparejo que la izaba a bordo.
La caja era un contenedor hermético, rectangular, de unos dos metros y medios de largo por un metro de ancho y uno de alto, con manijas que facilitaban su manejo pero, principalmente, para permitir maniobrarlo bajo el agua. Su destino final, por el momento, eran las profundidades del mar donde debía ser ocultado.
El traslado se iba a completar en las siguientes cuatro o cinco horas. Para cuando el día se hiciera nuevamente, su tarea habría llegado a su fin; por lo tanto no se molestó en bajarlo a la bodega. Lo apoyó sobre cubierta y se limitó a taparlo con una lona, por cualquier imprevisto.
Se puso detrás del timón y despegó la embarcación suavemente del muelle, encarando proa a mar abierto, navegando a tres cuartos de potencia del empuje total de los motores y moviéndose en un mar peligrosamente calmo. Otro indicio de que la tormenta que venía era de cuidado.


*****


Navegó por espacio de una media hora describiendo una curva amplia que lo alejó de la línea costera. El curso tomado lo llevó a estribor y hacia el sur de donde había partido. No se veía playa ni costa. A la distancia se sumaba el hecho de estar frente a tierras desiertas, en las que no había poblaciones ni caseríos. Eran las últimas hectáreas de terreno a espaldas de una estancia cuyo casco se hallaba a más de siete kilómetros de la línea de playa.
En otros tiempos, esa soledad había sido aprovechada para desembarcos clandestinos.
Calculó que habría unos treinta metros de profundidad promedio debajo de la quilla del barco, teniendo en cuenta el fondo desparejo, las diferencias de mareas y la orografía del suelo marino. Allá abajo yacía un naufragio al que él se dirigiría. El mismo no había sido accidental sino provocado. Y el sitio fue elegido por esas características que conocía. Todo era parte de un plan. Pocas cosas quedaron fuera de control.
Se vistió con un traje de goma para bucear. Acomodó el cinturón de lastre a la cintura y sujetó un enorme y filoso cuchillo de buceo a la pantorrilla derecha. Ató una brújula de gran esfera a su muñeca izquierda y en la derecha un reloj Seiko, sumergible, con bisel giratorio unidireccional y cronógrafo apto para usar bajo el agua. Por último se ajustó la capucha y acto seguido se dedicó a bajar por la borda el contenedor de acero.
Hizo trabajar el aparejo hasta sentir que la caja tocaba fondo. La cuerda que había sido previamente marcada decía que hasta ese punto se habían desenroscado veintitrés metros del rollo. Verificó que las anclas estuvieran en su lugar y luego pasó los brazos por el arnés que le permitía colgarse un par de botellas de aire comprimido a la espalda. Controló que el suministro de aire saliera correctamente de la boquilla. Encendió la linterna chequeando que el haz blanco de unos veinte centímetros de ancho iluminara correctamente; la luz perforó la oscuridad y se reflejó en la superficie, treinta metros más allá de la borda. La apagó satisfecho y la ató a su cintura para usarla poco después.
Tomó las aletas y bajó con cuidado por la plataforma de la popa hasta quedar sentado y en posición de colocárselas. El último movimiento que hizo antes de deslizarse en las aguas negras que lo engulleron, fue ajustar su luneta sobre la cara. Después, con un chasquido apagado, su cuerpo perforó la superficie y entró al agua en medio de un torbellino de burbujas.
Desenganchó la linterna e hizo la luz bajo el agua. Nadó paralelo a la borda hasta encontrarse con la soga que bajaba derecho hasta la caja. Apuntó el foco hacia el fondo. Instantáneamente cientos de peces se arremolinaron buscando comida o curioseando. Se dobló por la cintura alzando sus caderas y levantando sus piernas, quedando éstas fuera del agua. Cayó como una flecha y las piernas lo impulsaron. Cuando las aletas se hundieron detrás de él comenzó a dar largas y lentas patadas que lo llevaron cada vez más profundo en el agua.
Recorrió todo el trayecto de la cuerda hasta dar con la caja. Se tomó unos segundos para orientarse y revisar el alrededor con la luz. Miró la brújula y apuntó hacia su derecha. Enganchó un cordel naranja a una de las manijas de la caja y dejó desenrollar el carrete. Nadó cerca del fondo alejándose de la caja. Lo hizo con tranquilidad, revisando a izquierda y derecha con la luz, cerciorándose de estar orientado y dirigirse en la dirección correcta.
El fondo cambió de ángulo. Dejó de estar plano o mostrar elevaciones de piedras y plantas para bajar en un desnivel de unos treinta grados. Lamar echó mano al profundímetro que iba atado siempre al pack de botellas y certificó cuanto había ganado hacia el fondo. Tres metros. Siguió avanzando. De paso chequeó el aire. La aguja no se había movido.
Un poco más adelante notó que el suelo tenía una marca anormal, anti natural. El suelo había sido aplanado como si alguien hubiese apoyado un peso y lo arrastrara mar afuera. Un surco limpio de rocas y vegetación que Lamar siguió por un trecho hasta chocar con una forma creada por el hombre, cubierta de vegetación y vida marina. Recorrió la estructura en línea recta, lentamente, cuidando de no rozar la superficie. La enorme forma estaba volcada de costado, sobre su lado de estribor y dejaba al aire el vientre combado.
Encontró lo que buscaba justo en la quilla del barco. Por las formas que la luz revelaba podía hacerse una imagen mental del buque. Se trataba de un U-Boot alemán de la Segunda Guerra Mundial.
En uno de los paños que formaban la superestructura, encontró un hueco poco profundo que iluminó para asegurarse de que no ocultaba ningún peligro. Dentro se escondía un aro unido a un eje central. Probó moverlo pero no obtuvo resultado. Golpeó con el cuchillo y volvió a probar. Hizo el intento varias veces siendo consciente de que no podía maltratar la pieza. Llevaba sumergida treinta años y no era conveniente romperla.
Haciendo palanca con la hoja del cuchillo introduciéndola entre los rayos del aro, logró que se moviera. Giró cada vez más liberado hasta que pudo hacerlo girar como un volante y unas compuertas dobles se abrieron de par en par frente a sus ojos. En la cavidad se podía introducir la caja y asegurarla.
Al lado del compartimiento de mayor tamaño había otro más pequeño. Contenía un cofre del tamaño de un maletín como el que usan los pilotos de aerolíneas. Estaba en su lugar, intacto, y con los sellos sin romper. Quien rescatara la caja debía llevarse ese cofre si quería llegar a algún lado. Ató el cordel naranja que traía a la rueda de apertura. Se guiaría de regreso por él y luego volvería aquí de la misma forma. Se alejó en busca de la caja.
La desenganchó del aparejo y utilizó el mismo arnés que la envolvía. Enganchó un grueso mosquetón de acero que sobresalía de una bolsa plástica amarilla. Le aplicó un poco de aire de su boquilla y la bolsa se hinchó convirtiéndose lentamente en un globo de recuperación para levantar restos del fondo marino, solo que aquí la intención no era llevarlo a la superficie. Simplemente darle un poco de flotabilidad para poder moverlo con mayor comodidad. La caja se despegó dócil del suelo. Lamar conocía la cantidad de aire necesaria para ejecutar la operación con precisión. Empujó la caja en la dirección que el cordel naranja indicaba.
Un poco más de aire aplicado al globo ayudó a que la caja se elevara sola hasta el nivel de la abertura. El hueco estaba preparado para colocarla de frente, como un nicho. Lo único que Lamar tuvo que hacer fue calzar una de las cabeceras con el hueco, luego empujar. Y listo. La caja entró en la abertura y se deslizó hasta el fondo. Cuando llegó al final del recorrido, un ruido sordo reverberó por toda la estructura que se la había engullido. Trabó las sujeciones que la mantendrían en su lugar aún con las puertas abiertas y luego giró a la inversa el volante para que las compuertas se abatieran sobre sí haciendo desaparecer el contenedor de acero que había iniciado su recorrido en Bruselas para terminar en las profundidades del Mar Argentino.
Misión cumplida. Una tarea que su familia había jurado cumplir treinta años atrás, estaba completa. Ahora su propia familia, mujer e hijos, quedarían con una posición asegurada de por vida, y sus camaradas se ocuparían de que nadie viniera por ellos. Llegaba la hora de volver y completar el último detalle.
Lamar controló su reloj antes de ascender. Podía estar treinta minutos a veintisiete metros de profundidad sin necesidad de hacer descompresión al salir. Todo el proceso le había insumido veintidós minutos, le quedaban ocho de reserva. Pero tomó el resguardo de hacer un par de detenciones. Por precaución. No sea cosa de que un accidente imprevisto eche por tierra un plan de treinta años.
En el barco todo estaba en orden. La tormenta había ganado altura. Ahora estaba a mitad de camino entre el horizonte y su cabeza. Soltó la cuerda e hizo caer por la borda lo que contenía el carretel del aparejo en lugar de arriarlo.
Puso en marcha el motor y trabó los controles poniendo rumbo directo a mar abierto y a media máquina. Según sus cálculos el barco recorrería unas cuarenta millas náuticas antes de agotar el combustible. Aunque tal vez las válvulas abiertas lo inundaran antes de lo previsto y se iría a pique más cerca.
No importaba. Más lejos o más cerca, el barco se hundiría a una profundidad de la cual nadie lo rescataría y menos aún lo encontraría. Se desnudó y quemó en un barril con combustible su ropa y su traje de buceo. El equipo lo fue descartando a medida que el barco avanzaba hacia mar abierto. EL aire se llenó de un olor acre cuando la goma del traje entró en contacto con el fuego. Desnudo recorrió las bodegas abriendo válvulas que permitían el ingreso de agua y controlando que ésta invadiera las entrañas del barco sin impedimentos. Cuando estuvo seguro de que el daño era irreversible, volvió a cubierta dejando todas las puertas de los compartimientos abiertas. La planta motriz seguía impulsando, por ahora, al barco mar afuera.
Y entendió que había llegado el momento.
Acomodó un bloque de cemento del tamaño de una maleta grande cerca de la portilla de popa, abierta a propósito para facilitar el deslizamiento. El bloque tenía una anilla que sobresalía de su superficie. Unida a ella, una gruesa cadena recorría unos tres metros hasta terminar en unos toscos grilletes que Lamar ajustó a sus tobillos.
Se cuadró firme sobre cubierta y se tomó un momento para observar el resplandor de la tormenta. Después inspiró profundamente atrayendo para sí el olor del mar que tanto le gustaba. Abrió los ojos y mirando a la tormenta gritó extendiendo su brazo izquierdo:
- ¡Heil Hitler!
Acto seguido introdujo el cañón de una vieja Walther P-38 en su boca y se disparó un tiro que le perforó el paladar e hizo que su cráneo estallara.
El cuerpo cayó laxo sobre la cubierta que empezó a llenarse de sangre y masa encefálica, en tanto el pesquero seguía navegando raudo hacia su tumba definitiva. Un poco más adelante se hundiría y cuando perdiera el equilibrio de su eje longitudinal, el cuerpo de Lamar se deslizaría a las profundidades llevado por el peso del bloque al que se había atado.
Con el correr del tiempo, el agua y los peces darían cuenta de sus restos, y nunca más ni él ni su barco volverían a ser vistos o hallados. El secreto de la caja y el naufragio estarían a salvo.


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