"Argentino:
¿Marchó Usted a Las Fronteras?"
Marcelo Branda
Argentino: ¿Marchó usted a las Fronteras?
1ra Edición - Buenos Aires: el autor, 2008.
113 pág. 21x15 cm.
ISBN Nº 978-987-05-5094-5
1. Narrativa Argentina . 2. Novela. I. Título
CDD A863
Fecha de catalogación: 11/06/2008
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Para Micaela…
Porque te lo prometí hace mucho y nunca te olvidaste…
Siempre vas a ser el bichito de luz del corazón de papá.
Para Noe…
Porque todo seguirá teniendo sentido mientras seamos cuatro y la mesa esté derecha y en equilibrio. Si uno falta, no es lo mismo.
Y para Paula…
El viento que hincha mi vela para llevarme lejos…
La materia de la que están hechos mis sueños…
El respaldo contra el que me apoyo cuando me echo hacia atrás para ver mejor todo…
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“La experiencia es un peine que te dan cuando te quedas pelado…”
Oscar “Ringo” Bonavena
Cuando me topé por vez número setecientos cuarenta y dos con un cuadernito “Éxito – Oro” de tapas rojas desvencijadas y sesenta hojas amarillentas escritas con letra irregular que haría las delicias de un grafólogo, me pregunté ¿cómo es que esto sobrevive después de tanto tiempo?
La vida me ha llevado de aquí para allá durante muchos años y siempre tuve conmigo ciertas cosas que no se dejan ni abandonan; libros y discos principalmente, infaltables. Más tarde sume películas. Y algo de ropa por si refresca. Nada más.
Ropa pudo haber faltado más de una vez… Libros, recuerdos y música, nunca.
Entre esas otras pocas cosas que fui acarreando a través del tiempo, pocas más inútiles que un equipo de buceo “Plaf” de plástico amarillo y goma negra, dejado por los Reyes Magos en la puerta de mi habitación en enero del 68. Pero, como lo testimonian fotos del verano de ese año y posteriores, ese juguete, para mí, era MI EQUIPO DE BUCEO, así, con mayúsculas.
Con él yo podía sumarme a las huestes de Cousteau en el momento en el que él me lo pidiera para subir al Calypso e ir a recorrer los mares. O ir en busca de Mike Nelson, que animaba las tardes de Canal Dos desde “Caza Submarina” desoyendo y contraviniendo la regla número uno del buceo, que dice que no se debe practicar la actividad solo. Así de convencido estaba yo de lo que ese “juguete” significaba para mí. Me definía como persona. Era mi identidad.
Ese equipo me acompañó como una parte de mí hasta que crecí. Cuando no lo pude llevar más puesto lo guardé en un rincón de mi corazón donde la goma no se aja y el plástico no se dobla.
Es una lástima que lo que nos pinta de pibes, no lo podamos vestir más de grandes.
Sé de amigos que conservaron cartucheras con Colt´s de plástico y sombreros de ala ancha con el pañuelito cuadriculado haciendo juego. Algunos mantuvieron en su garage un Trueno Naranja, auto ícono por antonomasia de la década de los 60, o la colección de muñequitos del chocolatín Jack en el cristalero hasta que su mujer amenazó con barrerlos a todos. Memorables fueron entre esas colecciones, vale recordarlos, los personajes del universo de Hijitus y los de la troupe de Karadagián y sus Titanes En El Ring. Hay una juguetería en Avenida San Juan, casi esquina Treinta y Tres Orientales, en la que casi caigo fulminado de un ataque cardíaco. Las cosas que el dueño conserva allí son dignas de montarlas en una muestra y salir a recorrer el país…
A menudo siento que si hubiésemos sido más cuidadosos con algunas cosas, si hubiésemos sabido conservar mejor ciertas particularidades que nos definían cuando éramos aquellos pibes, hoy la vida sería diferente.
Tal vez no hubiera mejorado ni cambiado nada. O tal vez sí. Tal vez hoy usaríamos esos objetos, recuerdos, consignas, como amuletos para espantar fantasmas. O talismanes para protegernos de las pesadillas diarias que nos toca ver y vivir. Tal vez todas esas mágicas pertenencias juntas servirían como un escudo de energía que nos protegiera de la desazón que nos invade cada vez que el noticiero se cuela a cenar con nosotros en casa.
Es una verdadera lástima. Muchas de esas cosas que dejamos atrás cuando mutamos la piel y nos convertimos en “grandes” seguramente nos servirían para hacer de este mundo un lugar mucho mejor.
Es obvio que no solo de juguetes u otros objetos preciados hablo ¿se entiende, no? La cosa es figurada y remite más a una cuestión conceptual que física. Hablo de cosas que cohesionaban y que hoy no veo tan claras, tan al tiro de la mano como se veían y vivían antes, treinta, cuarenta años atrás, en el barrio, en la escuela o en el club.
Amistad, compañerismo, solidaridad, códigos, lealtad, pertenencia… De eso hablo.
Desde respetar el resultado de un pan y queso para el partido de fútbol diario hasta ser fiel a las cosas simples y claras que los viejos nos inculcaban en el diario vivir. Cosas que hoy por ahí hay que buscarlas con lupa porque ya nadie les da importancia
¿Será tan así, o es que me volví muy pesimista?
Puede ser. A veces. Y otras no.
Lo cierto es que aún hoy, con tanta tecnología y evolución puesta, los chicos siguen siendo los únicos que comprenden situaciones con solo mirarse y mirar o hacerse un gesto, estableciendo un silencio cómplice que dice todo lo necesario para que entre dos las cosas queden claras. Ser pibe fue lindo.
No. Fue mucho más que lindo. Me doy cuenta de eso cuando pienso que, con lo bueno y con lo malo, si tuviera la posibilidad de volver a elegir una vida, elegiría la mía otra vez. Cambiaría cosas que tienen que ver con mis propias decisiones y elecciones, de las cuales soy absoluta e ineludiblemente responsable; no hay otro a quien cargarle las tintas. Pero el resto lo dejaría como fue. Con lo bueno y con lo malo. Ser pibe así como lo viví, fue bueno. Fue muy bueno.
Ser pibe, en mi humilde opinión, no se deja de serlo nunca, por suerte. Lo que uno cambia es lo de afuera, el envase. Te arrugas, los talles de la ropa aumentan, el cuerpo te protesta y los huesos hacen ruidos raros. Pero lo de adentro y los ojos, la mirada sobre todo, sigue reflejando el niño que fuimos y que aún hoy pudimos conservar.
La esencia, en tanto se respete, queda intacta. Por eso, creo, luchamos a brazo partido aquellos que reivindicamos que un mundo mejor se hace a partir de uno mismo, de lo que somos capaces de respetar y valorar, de comprender y vivir, de mostrar con el ejemplo que hay ciertas formas, ciertas fórmulas que no debieron ser alteradas nunca.
El progreso es necesario, solo hay que saber cuánto cuesta y saber si vale la pena pagar el precio que por el se pide. O si mejor conviene buscar otras alternativas.
Por eso recordé la frase de Bonavena, alto púgil argentino y personaje notable, al empezar a pensar en la idea de escribir esto. Y ya se entenderá porqué.
Una mañana de sábado, ocho de diciembre para ser más preciso, mientras el 2007 se iba sin remedio ni apuro, alguien me preguntó qué era ese cuaderno. Cuando se lo expliqué me miró y me preguntó “¿Y porqué no haces un libro con él? ¿No pensaste que sería interesante rescatar esa vivencia treinta años después? Pensa en lo que van a sentir aquellos que viajaron con vos cuando lo vean... ¿Por qué no?”.
La idea me entró profundo y con picante. Ni bien tuve tiempo ese fin de semana, me senté frente al cuaderno por primera vez en treinta años casi y lo releí entero. Creo no equivocarme si digo que en los últimos treinta años no había vuelto sobre él jamás.
Por curioso que parezca ni la letra ni la prosa me resultaron extrañas. Mi propio niño, el adolescente que aún llevo adentro (¡hago todos los esfuerzos necesarios para que sobreviva!) reconoció de inmediato un tramo de su propia historia y se aferró al cuaderno con una mezcla de melancolía y nostalgia, con mucho cariño y mucha fuerza para sumergirse en ese pedazo de tiempo congelado que, a buen recaudo, supo esconderse entre mis cosas y sobrevivir a limpiezas y donaciones.
Cualquiera que haya probado hacer esto de irse para atrás en el tiempo colgándose de una foto, una carta o un recuerdo, lo va a comprender. Si usted que lee no lo hizo nunca, por favor, hágalo. No se pierda la oportunidad de experimentar lo que genera y se siente al viajar en el tiempo y recordar con alegría lo que nos pasó. Volver a meterse a conciencia y con gusto, en un tramo cualquiera de nuestra vida de otra época es algo que siempre moviliza y nos genera una sensación como la que experimentamos cuando nos asomamos a un vacío o un espacio abierto.
Trate de hacer este ejercicio:
¿Recuerda la casa en la que nació? La casa donde empezó a crecer. La primera casa.
¿Recuerda los olores? ¿El lugar donde jugaba, la habitación donde dormía? ¿Se acuerda cómo se sentía el asiento de la bicicleta en la que andaba? ¿O lo dura que era la pelota recién inflada? Los que tenían la suerte de poseer una Nro. 5 podían decirlo
¿Y cómo picaba la “Pulpito” cuando uno ligaba un pelotazo? A cambio de la Nro. 5, la “Pulpito” era su alternativa obligada y más económica.
¿Conserva alguna foto de la primaria? ¿Del jardín de infantes, tal vez? ¿Primeras vacaciones? ¿Tiene la clásica del grado entero? La que se tomaba casi a fin del ciclo y para la que nos recomendaban llevar el uniforme en condiciones. Esa que, para salir escalonados y prolijos, nos sentaban a los de la primera fila en el piso, los de la segunda en un largo banco de madera, los de la tercera iban parados y los de la cuarta iban parados sobre otro banco, atrás de la tercera fila.
Si tiene esa foto ¿Cuánto hace que no la observa con atención? ¿Cuántos nombres recuerda de toda la gente que ve? ¿Se acuerda del olor del patio del colegio? ¿El olor de la chocolatada que preparaban en el quiosco o el del aserrín y el querosén con el que barrían los pisos?
Trate de acordarse del ruido que se armaba cuando tocaba el timbre de salida o del recreo, contrastado con el silencio intimidante con el que se encontraba cuando, durante la hora de clase, pedía permiso para ir al baño.
O del esfuerzo que hacían las maestras cuando trataban de hacerse escuchar por sobre el batifondo y el griterío al formar para la salida o en los actos patrios.
¿Se acuerda de las heladas? ¿Se acuerda de saltar desde el cordón para romper la escarcha, sin mojarse los zapatos? Porque en aquel tiempo no se iba al colegio en zapatillas, íbamos con zapatos. Me acuerdo de ir a Lope de Vega y Beiró, cerca de Villa del Parque, o a la calle Belgrano, en San Martín, a comprarlos a Grimoldi con mi nonna María. Un par duraba todo el año. Tenía que durar sí o sí, salvo que el pié creciera…
Hacer esos viajes en el tiempo y meterse entre pliegues que esconden tan buenos recuerdos, tanta historia, es un bálsamo para el alma. Métase en el túnel del tiempo y trate de rescatar recuerdos, búsquese con diez años en el lugar que pueda y reflote todos los que encuentre. Vuelva a sentir lo que sentía entonces.
Hace bien, se lo aseguro. Cura. Calma. Produce una sensación de paz y saciedad que seduce y deja boquiabierto. Nos deja en las manos y en el corazón después del viaje, muchas cosas que le podemos legar a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros compañeros de vida…
Trate de buscar y encontrar uno, muchos o algunos de esos recuerdos aunque más no sea, nunca importa la cantidad. Si tiene varias bolsas para llenar mejor. Si son solo un par, atesórelos. Siempre serán bienvenidos los buenos recuerdos.
Si lo logra y los vuelve a hacer suyos, no los suelte. Tómelos firmes, sin asustarlos y con la convicción de que los salvó de la amnesia. Le agradecerán haber sido rescatados del olvido y usted, va a encontrar viejos afectos que le tomarán por asalto la garganta y cualquier rincón de la panza y va a ser, aunque más no sea por un momento, como dice el Nano Serrat “… feliz como un niño cuando sale de la escuela…”
¿Nos fuimos de tema?
No, para nada. Vea: estábamos hablando de ese viejo cuaderno que encontré y de su contenido. Pero no le dije qué había en él.
El cuaderno en cuestión contenía, intacto y tal cual fue escrito en cada momento que los hechos transcurrieron, un detalle de la preparación y el desarrollo del viaje realizado por un grupo de jóvenes, de entre dieciséis y dieciocho años durante noviembre del año 79, a una escuela de frontera argentina, por una iniciativa del gobierno militar de aquel entonces y articulada a través de Gendarmería Nacional y Fuerza Aérea.
Qué tema ¿no? En qué brete se mete uno al tratar de rescatar un hecho así, treinta años después, sabiendo ahora todo lo que se sabe. Por un lado, un buen ejercicio para la memoria. Una excelente manera de hacer retrospectiva y ver si se es capaz de separar la paja del trigo. Una oportunidad inmejorable para abrir debates, reflotar historias, confrontar visiones, aportar ideas, todo en su conjunto para traerlo a la actualidad para pensar y hacer algo con todo ese bagaje
¿Qué se puede transmitir hoy de esa experiencia? No lo se. Supongo que en mucho dependerá de quien lee y que actitud toma. Hay una sola manera de enterarse y sacarse la duda.
Y la manera es meterse en la historia y revivirla. No queda otra ¿Remite esto a una cuestión de importancia? No lo sé. Seguramente desde aquí, desde éste punto de la historia habrá a quien le sume y a quien no. Unos lo comprenderán lo hecho en el contexto en el que se dio y otros pensarán que éramos todos “colaboracionistas”. Creo que el verdadero valor de esta experiencia, revisar la historia, pensar y escribir, se comienza a abrir aquí mismo. La discusión, el disenso, el exponer y exponernos es lo único que garantiza un resultado. Bueno o malo, a favor o en contra; resultado al fin. Creo que ni quien escribe ni quien lee llegará al final de esta experiencia intacto en su sentir y/o pensar. Algo cambiará, algo se reformulará, algo nos dejará pensando y algo nos sorprenderá. En definitiva, eso es lo que buscamos en nuestra vida diaria supongo.
Tal vez el volver sobre la historia no deba ser tomada como una cuestión de relevancia. O tal vez sí. Tal vez sea una cuestión de revisionismo, algo tan de moda en esta época, en la que la reivindicación de algunos objetivos de aquellos años, anteriores al momento del viaje, está más que vigente.
Para mí solo corre por una cuestión de nostalgias y de sentimientos. De recuerdos y adolescencia, de épocas en las que los amigos eran amigos y los enemigos no lo eran tanto. Un tiempo que vale la pena revisar a la luz de dos momentos históricos diferentes que nos esperaban agazapados, ahí no más, a la vuelta de la esquina.
Siento que tengo en la mano la oportunidad única de analizar un hecho histórico siendo observador y observado. Y no le voy a dejar de poner el cuerpo a la cuestión. Eso es lo interesante, creo que por ahí corre el desafío.
Y creo que lo mejor es tratar de pensar desde aquí y comparti cómo fue esa experiencia en perspectiva del tiempo transcurrido. Por considerarlo más natural, creí conveniente transcribir los textos tal cual habían sido plasmados en el momento original. Creo que el valor de referencia que eso tiene, minimiza cualquier detalle en contra que puede aparecer en la forma de expresar lo que vi, viví y sentí en esa época.
Estoy convencido de que el mayor valor que este relato guarda es, justamente, el hecho de transmitirlo intacto tal cual fue creado y en directo contacto con lo ocurrido. Sé que miles de páginas testimoniando momentos de la ríspida historia que nos tocó vivir durante esos años se han escrito y se escribirán. No por mucho que se escriba, la diversidad de testimonios merma la importancia particular que cada uno tiene. En ese contexto, este es mí aporte personal y particular y como tal quiero respetarlo y ofrecerlo sin cambios ni maquillajes de conveniencia.
A partir de esta premisa, cada cual sabrá hacer, obviamente, su propio análisis sobre lo que aquí se narra. Los hechos, los pensamientos y las sensaciones; los sentimientos y las reflexiones (las de aquel entonces y las de ahora) y corresponderá sacar conclusiones particulares y personales, acerca de que postura, con qué actitud y de qué manera lo vivió cada uno.
Lo que a mí en particular me queda como primera conclusión (después de hacer la revisión obligada que me dejó al principio de este camino que propongo recorrer) es lo curioso que resulta ver que después de tanto tiempo transcurrido, de los terribles traumas que como sociedad hemos transitado y de los años de democracia que deberíamos haber capitalizados, nuestra dura y confusa realidad no haya cambiado para mejor ni un ápice en algunas de sus aristas más importantes…
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