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El viaje
Viernes 16 de noviembre de 1979
En medio de un silencio profundo y una expectativa generalizada, la tripulación del Tango Charlie seis cinco (TC-65) nos dio la bienvenida a bordo. El suboficial mecánico Carlos Cantezzano nos indicó con muy buen ánimo los pormenores del despegue y los procedimientos para una situación de emergencia, además de información sobre el desarrollo del viaje y datos técnicos sobre la nave, todo esto en gran parte para distraernos del momento del despegue, el más tenso de todos. El Hércules es una gran bodega voladora. Todo su interior se adecua a la misión que debe cumplir, y en este caso se habían colocado los mismos asientos de malla entre tejida que se usaban cuando se transportaba tropas con equipo completo. Eran unas simples redes que mantenían distancia de las paredes del avión y se enlazaban a un largo caño y luego a otro, formando el asiento. Rudimentario y hosco, pero cómodo para un grupo de inquietos que lo que menos iba a hacer era quedarse sentado.
El avión se puso en marcha y las caras empezaron a volverse mirándose unas a otras. Cada uno se trabó brazo con brazo con quien tenía al lado, tratando de que el miedo se notase lo menos posible en los ojos. El primer carreteo hasta la cabecera de pista fue lento y largo. Después un momento de detención para hacer un giro y luego parar de nuevo. Afuera los motores rugieron y cobraron vida, enojados, su potencia pedía ser liberada. De repente dio un salto hacia delante y empezó otro largo carreteo, esta vez en sentido contrario y ganando velocidad. Con cada aumento de ésta, más nos empujaba la inercia hacia atrás, hasta que en un momento creímos que se iba a desarmar la cadena y saldríamos volando en masa hacia la cola. En ese preciso momento la proa se levantó con suavidad y decisión y, poniéndose cada vez más empinada, el avión se despegó del suelo.
Después de unos breves momentos el silencio del interior estalló en gritos, aplausos y silbidos, medio por el cual nos valimos para dar nuestro agradecimiento a la tripulación por tan buen despegue y de paso descargar un poco de nervios. A una altura de unos siete mil metros y una velocidad promedio de seiscientos kilómetros por hora, el viaje demoraría unas tres horas y media aproximadamente.
Hay tantas cosas de ese viaje que me quedaron tan grabadas que a veces siento que recordar algunas y no otras es una falta de respeto. Creo que dejo en el tintero a mucha gente de la cual no recuerdo el nombre (uno de los peores errores es no haber hecho una lista formal con los datos de todos los que viajaron, haciéndoles escribir y firmar el diario original) Pero de otros me acuerdo con un detalle especial.
Es el caso del suboficial Carlos Cantezzano, un mecánico parte de la tripulación del Hércules C-130 de la Fuerza Aérea que nos transportó hasta el sur y nos trajo de vuelta. Un tipo macanudo, desde el lugar y las circunstancias en que tuve oportunidad de conocerlo, que tuvo la delicadeza de regalarme el escudo del escuadrón que llevaba en su buzo de vuelo y cuidó de nosotros a cada tramo del viaje, tanto de ida como de vuelta. Apenas tres años más tarde, murió sirviendo en el sur argentino durante la Guerra de Malvinas.
Su nombre está grabado en las placas del monumento a los caídos que se levantó en la Plaza San Martín, en el barrio de Retiro de la Ciudad de Buenos Aires. Y en el recuerdo de quienes lo tratamos brevemente, mi saludo respetuoso a la memoria de un hombre que recuerdo de gran corazón, inagotable paciencia y con una broma siempre al alcance de la mano.
El viaje tuvo en sus breves tres horas algunas anécdotas divertidas.
Uno de los integrantes del colegio Florencio Varela de Avellaneda era un pibe de ascendencia japonesa que no tengo ni idea de cómo se llamaba. Pasó más de las tres cuartas partes del viaje con la cabeza metida en una bolsa para vómitos.
No es chiste, es estadístico. Lo controlaban sus propios compañeros, a segura distancia de donde lo habían dejado solo. Al primer síntoma de descompostura, no tuvo la precaución de llevarse la bolsa a la boca con suficiente rapidez y la prueba de la demora quedó regada delante de él en el piso y en la salpicadura de las zapatillas de los que estaban cerca.
Lo bueno fue que, al no tener el avión cabina presurizada, el frío congela el metal y el vidrio de todas las partes del fuselaje que en el interior no tienen aislamiento. El rastro de la descompostura del japonés quedó frío en el piso metálico esperando que algún conscripto de servicio arreglara la macana cuando el avión volviera a la base. Flor de puteada se iba a ligar el japonés. Otro hecho notable.
Como en todo grupo, el nuestro no era la excepción en cuanto a tener al nardo de turno que era eje de todas las bromas habidas y por haber. Por una cuestión de respeto voy a obviar el nombre, pero a cambio lo voy a denominar con el apelativo por el cual se lo conocía y que el resto de nosotros le colgamos: El Aparato.
Quien haya pertenecido a la cofradía de los que viajamos, de seguro ubicará fácilmente a la persona en cuestión. Fuera de esto, y respetando una convención tácita por lógica y decoro, la identidad de nuestro compañero es reservada y anecdótica.
Iba El Aparato muy entusiasmado investigando todos los recovecos del avión, exprimiendo la imaginación de los pobres tripulantes que no estaban acostumbrados a hacer de azafatas. Preguntaba acá, preguntaba allá, y ni que hablar de lo que costó sacarlo de la cabina de vuelo, cuando el comandante nos fue invitando a pasar de a dos a conocerla.
Hete aquí que El Aparato notó de manera observadora e inteligente (el frío que hacía nos obligaba a ir vestidos con camperas, gamulanes y cualquier abrigo a mano que nos recomendaron llevar) que gran parte del interior del avión estaba escarchado. Originalmente al Hércules C-130 se lo concibió como avión de transporte de cargas y tropas, por esto se entiende que las comodidades escaseaban o eran nulas del todo. Con el correr del tiempo diferentes versiones se fueron adaptando a diferentes tareas. El que nos transportó a nosotros tenía la típica configuración de transporte de tropas común, es decir que se armaban con todo un andamiaje de cañerías y redes unos improvisados asientos que se montaban y desmontaban a gusto. Si uno veía el cuerpo interior del avión en el que viajamos se notaba que ciertas partes del fuselaje iban cubiertas con un material aislante, otras, la mayoría, no. En el centro del enorme espacio de carga, unas redes como si fuesen arcos de fútbol dividían en dos sectores el avión, a derecha e izquierda, y sobre las paredes del fuselaje, también se veían estas mallas colgando, haciendo que el contacto con el metal fuese menor. De uno y otro lado de esos dos sectores, se alineaban unos largos e ininterrumpidos asientos de lona, logrados por el despliegue de las estructuras desmontables de caño que mencioné. Los asientos semejaban largos catres de campamento, de esos que se abren y se traban.
Íbamos todos más o menos acomodados, estirándonos y poniendo los pies entre los dos sujetos que teníamos enfrente hasta que llegara el momento de sentarse para aterrizar. Ahí la cosa se ponía más seria. Andaba entonces El Aparato deambulando por donde podía, cuando se detiene porque algo le llamara la atención.
Se acercó con intrigante expresión en esa cara poco común que tenía, y como al descuido comentó, sin dirigirse a nadie en particular: “… ¿Tiene hielo acá?” Conocedores profundos de la boludez humana en ámbitos donde los neófitos pisan terreno que no deberían, los aviadores intentaron pararlo antes de cometer el error que cometió de todos modos. El Aparato, rápido y perspicaz, tocó el hielo mencionado y automáticamente la yema del dedo se le quedó adosada al plexiglás de la pequeña ventanilla redonda. Cuando quiso retirarlo, sin éxito, las expresiones de los que estábamos a su alrededor fueron variadas. Los que estábamos cerca, lo miramos con cara de no entender porqué no soltaba el dedo del hielo. Los que estaban más lejos, algo sospecharon y empezaron a correr la voz de que algo se estaba armando. Uno de los milicos se empezó a reír y para que no fuera tan chocante subió la escalera y se perdió en la cabina de mando. Cantezzano, servicial y atento como siempre, le aplicó una patada seca entre la palma de la mano y la muñeca que logró liberar al Aparato de su aprisionamiento helado.
Claro que no fue gratis. Un pellejo de piel quedó pegado al hielo y una mancha roja le cubrió la punta del entrometido apéndice, que más le hubiese valido haber usado para explorar otros lugares.
El pobre pibe no sabía qué hacer primero. Si putear al milico por haberle arrancado un pedazo de dedo o agradecerle por no tener que esperar a que el avión perdiera altura para que el hielo lo suelte. Sin largarse a llorar, (que te arranquen un pedazo de piel no es simpático) y tratando de sobrellevar las ganas de gritar como mejor pudo y con una expresión más o menos digna, se buscó un lugar alejado donde poder enterrarse y pasar lo más desapercibido posible. Con la misma cara de concentración y sin un quejido, una sonrisa u otra expresión, se fue callado y sin hacer ruido alguno buscando otro lugar para investigar, mientras el resto de nosotros nos descomponíamos de risa, atronábamos el lugar a carcajadas y aplaudíamos desesperados pidiendo otra genial intervención.
Estaba yo cómodamente tumbado y estirado con los pies en el entramado de malla de enfrente, leyendo, cuando Martín Barracosa me hizo volar las piernas de un simpático golpe avisándome que íbamos a ir pasando de a dos a la cabina de mando para conocerla.
Yo le venía pasando página tras página de un ejemplar desvencijado de “Drácula” de Bram Stoker que estaba leyendo al momento del viaje y no quise abandonar hasta la vuelta. La interrupción me sacó del lugar de ensueño en el que me encierro cuando un libro atrapa mi atención. Aún hoy eso me pasa, por suerte.
Me estiré para sacudirme la modorra y miré a mí alrededor como para ubicarme. Quise ver algo afuera más por reflejo de ubicación que por utilidad, pero se notaba que volábamos sobre un colchón de nubes. Debajo nuestro no se veía nada. Podíamos estar en cualquier lado.
Lo miré a Martín y le hice un comentario, típico nuestro por las cosas que nos interesaban y sobre las cuales siempre bromeábamos. “Triángulo de Las Bermudas sobre el sur argentino se traga a contingente de nabos secundarios que desaparecen misteriosamente”
Martín se sonrió como siempre lo hacía y me señaló la cabina. Nos acomodamos para esperar el turno. Me tocó subir con El Aparato al final. Cuando bajaron Boggio y Ferraro, subimos nosotros. Yo lo madrugué y me puse primero. Subí los escalones estrechos y empinados. Entrar en el lugar me causó una impresión que me quitó el aliento.
Como aparecí en la cabina desde babor (o a la izquierda, como más les guste) sobre la banda de estribor, enfrente, un tripulante tenía la cara metida en un cono de goma vigilando el radar. A mi derecha, lo que sería la parte de atrás de la cabina, otro descansaba sentado hojeando una revista, sin prestar la mínima atención a lo que pasaba con el resto. Al frente, piloto y copiloto observaban el paisaje imponente sin que nada los distrajera. Tenían las manos fuera de los controles y mientras el copiloto cebaba mate, el capitán de la nave disfrutaba de la vista.
A través de los cristales de la cabina se veía el cielo azul más intenso y límpido que jamás vi, ni hubiera imaginado desde el suelo. El sol brillaba a media altura delante nuestro por estribor con una luminosidad increíble. Estábamos volando en diagonal, sobre la Patagonia, desde La Pampa hacia el sur de Chubut, y el sol iba girando para la derecha a medida que el avión se ponía más paralelo a la Cordillera de los Andes.
Debajo de nosotros, hasta donde la vista me daba, un colchón de nubes espeso y parecía poder sostener a alguien parado sobre él, cubría toda la extensión que el avión estaba atravesando.
Nunca volví a ver un espectáculo igual. De hecho he visto paisajes hermosos y curiosos, desde algunos que helaban la sangre a otros que te paralizaban por su belleza. Pero nunca como ese. Y me quedó grabado en la memoria.
La Llegada
Viernes 16 de noviembre de 1979
Cerca de las dieciocho horas se dio aviso por los altoparlantes de abordo que Río Mayo estaba delante de nosotros y a la vista.
Todos aplaudimos y expresiones de alegría se tradujeron en abrazos, palmeos y vítores. El comandante se hizo presente y nos repitió las mismas indicaciones que para el despegue. Brazo con brazo con nuestros compañeros de lado, tragar saliva si se nos tapaban los oídos y no moverse del asiento por ningún motivo hasta que el avión se detuviera y nos diesen la orden de descender de la nave.
Aquí fue cuado todos recibimos un susto mayúsculo. El hecho, con causas y razones, se detalla a continuación.
Por las características particulares que el Hércules tiene en cuanto a detalles de su diseño, el aterrizaje no lo cumple en condiciones normales equivalentes a otras aeronaves. Su aterrizaje se lleva a cabo con un procedimiento bastante particular. El comandante lo estabiliza a una altura determinada del suelo (tres metros aproximadamente), sosteniéndolo y verificando el chequeo de rutina con su copiloto; a continuación, y sin mayor preámbulo, suelta el avión desde esa altura para que toque tierra entrando en contacto con el suelo todos sus neumáticos al mismo tiempo. Su fuselaje está diseñado de manera específica para absorber el peso de la caída a través de un pandeaje que soporta a nivel de un punto medio ubicado en su parte baja, en la panza del avión a mitad de camino entre su cola y su tren de aterrizaje delantero. Este pandeaje, absorbe el impacto del fuselaje contra el suelo y lo distribuye parejo por todo el fondo del avión, combándose en el sector entre el tren de aterrizaje trasero y sus alas en una graduación aproximada de 2,5 grados hacia abajo.
Una fina llovizna y un fuerte viento cruzado dificultaron la maniobra y para el momento de soltarlo, el avión se hallaba cuatro metros por encima de lo esperado. Eso sumado a que la pista de ripio no se hallaba en buenas condiciones de asentamiento, dio como resultado una situación preocupante, de la que nos enteraríamos luego. El avión cayó desde la altura a la cual la sostenía el piloto. Las ruedas se calzaron en el pedregullo y patinaron buscando afirmarse; el avión rebotó acomodándose de costado hasta que unos cuantos metros más allá logró morder el suelo y afirmarse entre patinada y patinada. Luego de unos segundos interminables el piloto consiguió estabilizarlo haciendo que sus ruedas se afirmaran lo suficiente como para aplicar los frenos de manera efectiva.
El bamboleo intranquilizó al pasaje pero recibió luego con alegría el anuncio de que podía abandonar la nave, una vez se detuvieron los motores. Solo al volver a Buenos Aires nos enteraríamos de que los dos grados y medio de torsión permitidos se habían transformado en casi cuatro en el momento del aterrizaje en Río Mayo, poniendo al avión al borde de partirse en dos. Si aterrizamos enteros, fue gracias a la pericia de los pilotos.
Habiendo pasado el mal momento, se nos invitó a descender en tierra chubutense encontrándonos con una delegación que se hizo presente para darnos la bienvenida.
Saludamos afectuosamente a todos los presentes, que eran muchos, agradeciéndoles el gesto; el lugar casi había detenido su ritmo por esto. Ojala pudiéramos retribuirles la atención de la manera que corresponde.
Luego de varias fotos, abrazos y saludos diversos nos avisaron que el camión que Gendarmería Nacional había puesto a disposición, estaba listo. El robusto y cumplidor Unimog de Mercedes iba a ser nuestro micro particular con el que recorreríamos todos los caminos, durante los días siguientes.
Aquí el grupo se dividió quedando parte en Río Mayo mientras que nosotros seguimos viaje a Lago Blanco.
Sin perder un minuto nos abocamos a la tarea de cargar equipaje y equipo para luego acomodarnos nosotros en el poco espacio que quedara libre; sentados lado a lado a cada costado de la caja del camión, las piernas de todos iban estiradas y entrecruzadas sobre los bultos, tal como un rato antes viajáramos en el avión. El camión se puso en marcha y entrábamos así en la última etapa del largo viaje, tan ansiado y tan soñado. Cantidad de preguntas e incertidumbres llenaban nuestros pensamientos. Mirábamos el desolado y bello paisaje sacando fotos y comentando cada detalle de un camino, que si bien era casi yermo, a quienes veníamos de otra geografía nos resultaba fascinante.
Por esto, el orden en el lugar duró poco y nada. Los primeros que se movieron ganaron la parte delantera de la caja, levantaron la lona y, apoyados sobre el techo de la cabina, ocuparon un lugar de vista privilegiado. Los que quedaron más retrasados se asomaban por la parte de atrás, se sentaban o paraban sobre la puerta, cuidando no ser vistos porque estaba prohibido. A cada curva o subida, trepada o asomo desde la salida de un cerro, el lugar nos mostraba un paisaje diferente, aunque lo único que se veía eran cerros, piedras y arbustos bajos y espinosos parecidos a esos que aparecían rodando, llevados por el viento, en las películas de cowboy de los sábados por la tarde.
En un punto cercano ya a Lago Blanco, al girar en una curva se nos presentó de repente un espectáculo imponente. Iluminados por el sol, en algún lugar mucho más alto que las nubes que estaban sobre nosotros, los picos de la Cordillera de Los Andes, a lo lejos, ocupaban todo un frente a la izquierda y adelante del camino.
No se cómo nos las ingeniamos, pero al grito de aviso que alguien lanzó las veinte o veintidós cabezas se asomaron a la vez para contemplar el paisaje. Nos quedamos en silencio y boquiabiertos. Primera vez para todos que contemplábamos semejante vista.
Casi de inmediato, como no dejándonos reponernos de una sorpresa que llegaba otra, alguien señaló al frente y gritó:
- ¡Lago Blanco adelante!
Giramos la vista en la dirección señalada y luego de tres o cuatro veces que el contoneo del camino escondía y mostraba techos de distintos colores y formas confusas, Lago Blanco apareció ante nuestros ojos por primera vez.
Ese destino con el que habíamos empezado a soñar un par de meses antes, se había transformado de un punto en el mapa y el título de todas las charlas que ocupaban nuestro tiempo, a un lugar clavado en el medio de la nada, al que habíamos arribado después de tanto esfuerzo. Entonces, cuando caímos en la cuenta de haber cumplido la primer parte de la misión, los gritos y vítores se dejaron escuchar a la vez que saltábamos unos sobre otros abrazándonos y felicitándonos por estar allí. Esa alegría no se apagaría hasta el momento en que debiéramos abandonar suelo chubutense.
La forma de expresar nuestra alegría se manifestó cantando y para ello elegimos una canción que, con el correr de los días se convirtió en una especie de himno propio: el Tema de Los Mosquitos, de León Greco, del cual aquí transcribo la letra.
El gorrión le quitó la casa al hornero, un ave de rapiña picoteaba un cordero.
La lechuza se prendió de los ojitos, de una rana chiquitita y de un sapito.
Todas las abejas y todas las ovejas, fueron masacradas por la gran araña.
Los mosquitos picoteaban a un chancho estancado, masticando mariposas de los pantanos.
Ay, que vida es esta dijo un cazador, salieron a matarse todos los animales oh oh oh.
Un pavo real perdió todas sus plumas, en una sangrienta encrucijada de pumas.
La calandria fue atrapada por la serpiente, los conejos pisoteados por el elefante.
La hiena cantaba una triste canción, las hormigas bailoteaban sobre las iguanas.
El caimán se comió al pajarito, que le limpiaba los dientes con su piquito.
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