Operation Sea
Wolf
(Las Mujeres
No Eligen Perdedores)
DNDA: Form. N° 00280160 /
Exp. 5222088 26/03/2015
By Marcelo
Branda
Prologo
El año, 1975. Diciembre corría con prisa, como si
quisiera acabar rápido y sacudirse de encima los negros nubarrones que el
futuro cargaba. Algunos lo sabían, muchos lo sospechaban, casi todos lo
esperaban. Eran los estertores del último gobierno peronista legítimo, que
caería pronto bajo el dominio militar de aquellos a quienes la Presidente les
había dado carta blanca para perseguir y desterrar al enemigo marxista.
Pierre Lamar se hallaba de pie sobre la cubierta del
viejo pesquero traído de Mar del Plata años atrás. El aparejo que colgaba sobre
la borda movió el contenedor de acero sin hacer un solo ruido. En parte porque
sus mecanismos estaban bien mantenidos, en parte porque usualmente levantaba
redes de pesca repletas sin una queja. El trabajo forzado le iba bien.
Era de noche. La luna aún iluminaba. La atmósfera estaba
saturada de un olor extraño y desde el horizonte negro los resplandores de
lejanos relámpagos eran la antesala de una tormenta importante.
El contenedor era de acero inoxidable de la mejor
calidad; construido en Bruselas con materia prima alemana. Lo habían
supervisado dos ingenieros y su construcción llevó casi dos años. Lo embarcaron
en un carguero, en Hamburgo, a fines de 1963 y cuando llegó a la Patagonia en
abril del 64 lo trasladaron desde Bahía Blanca hasta Puerto Madryn oculto entre
una carga de tirantes de madera.
Lo sepultaron a buen resguardo, en una finca metida
tierra adentro de la ruta que unía Madryn y Pirámides, diez o doce kilómetros
alejada de la ruta. Su familia estaba a cargo de la custodia de la caja hasta el
momento en que se necesitara.
Un año atrás, era 1974, la responsabilidad había pasado
a sus manos y poco después le pidieron que la rescate de la tierra. Había que
trasladarla de urgencia.
Después de años, llegó el momento de utilizarla con el
fin para el cual había sido fabricada.
Entonces Lamar emprendió el viaje desde Península de
Valdés hasta Bariloche. Allí se la utilizaría para contener lo que se quería
preservar y luego, de la misma forma silenciosa y anónima en que se había
trasladado de Europa a la Patagonia, Lamar se encargó de llevarla de vuelta
desde la cordillera hasta el mar para llegar a este muelle, junto al aparejo
que la izaba a bordo.
La caja era un contenedor hermético, rectangular, de
unos dos metros y medios de largo por un metro de ancho y uno de alto, con
manijas que facilitaban su manejo pero, principalmente, para permitir
maniobrarlo bajo el agua. Su destino final, por el momento, eran las
profundidades del mar donde debía ser ocultado.
El traslado se iba a completar en las siguientes cuatro
o cinco horas. Para cuando el día se hiciera nuevamente, su tarea habría
llegado a su fin; por lo tanto no se molestó en bajarlo a la bodega. Lo apoyó
sobre cubierta y se limitó a taparlo con una lona, por cualquier imprevisto.
Se puso detrás del timón y despegó la embarcación
suavemente del muelle, encarando proa a mar abierto, navegando a tres cuartos
de potencia del empuje total de los motores y moviéndose en un mar
peligrosamente calmo. Otro indicio de que la tormenta que venía era de cuidado.
*****
Navegó por espacio de una media hora describiendo una
curva amplia que lo alejó de la línea costera. El curso tomado lo llevó a estribor
y hacia el sur de donde había partido. No se veía playa ni costa. A la
distancia se sumaba el hecho de estar frente a tierras desiertas, en las que no
había poblaciones ni caseríos. Eran las últimas hectáreas de terreno a espaldas
de una estancia cuyo casco se hallaba a más de siete kilómetros de la línea de
playa.
En otros tiempos, esa soledad había sido aprovechada
para desembarcos clandestinos.
Calculó que habría unos treinta metros de profundidad
promedio debajo de la quilla del barco, teniendo en cuenta el fondo desparejo,
las diferencias de mareas y la orografía del suelo marino. Allá abajo yacía un
naufragio al que él se dirigiría. El mismo no había sido accidental sino
provocado. Y el sitio fue elegido por esas características que conocía. Todo
era parte de un plan. Pocas cosas quedaron fuera de control.
Se vistió con un traje de goma para bucear. Acomodó el
cinturón de lastre a la cintura y sujetó un enorme y filoso cuchillo de buceo a
la pantorrilla derecha. Ató una brújula de gran esfera a su muñeca izquierda y
en la derecha un reloj Seiko, sumergible, con bisel giratorio unidireccional y
cronógrafo apto para usar bajo el agua. Por último se ajustó la capucha y acto
seguido se dedicó a bajar por la borda el contenedor de acero.
Hizo trabajar el aparejo hasta sentir que la caja tocaba
fondo. La cuerda que había sido previamente marcada decía que hasta ese punto
se habían desenroscado veintitrés metros del rollo. Verificó que las anclas
estuvieran en su lugar y luego pasó los brazos por el arnés que le permitía
colgarse un par de botellas de aire comprimido a la espalda. Controló que el
suministro de aire saliera correctamente de la boquilla. Encendió la linterna
chequeando que el haz blanco de unos veinte centímetros de ancho iluminara
correctamente; la luz perforó la oscuridad y se reflejó en la superficie,
treinta metros más allá de la borda. La apagó satisfecho y la ató a su cintura
para usarla poco después.
Tomó las aletas y bajó con cuidado por la plataforma de
la popa hasta quedar sentado y en posición de colocárselas. El último
movimiento que hizo antes de deslizarse en las aguas negras que lo engulleron,
fue ajustar su luneta sobre la cara. Después, con un chasquido apagado, su
cuerpo perforó la superficie y entró al agua en medio de un torbellino de
burbujas.
Desenganchó la linterna e hizo la luz bajo el agua. Nadó
paralelo a la borda hasta encontrarse con la soga que bajaba derecho hasta la
caja. Apuntó el foco hacia el fondo. Instantáneamente cientos de peces se
arremolinaron buscando comida o curioseando. Se dobló por la cintura alzando
sus caderas y levantando sus piernas, quedando éstas fuera del agua. Cayó como
una flecha y las piernas lo impulsaron. Cuando las aletas se hundieron detrás
de él comenzó a dar largas y lentas patadas que lo llevaron cada vez más
profundo en el agua.
Recorrió todo el trayecto de la cuerda hasta dar con la
caja. Se tomó unos segundos para orientarse y revisar el alrededor con la luz.
Miró la brújula y apuntó hacia su derecha. Enganchó un cordel naranja a una de
las manijas de la caja y dejó desenrollar el carrete. Nadó cerca del fondo
alejándose de la caja. Lo hizo con tranquilidad, revisando a izquierda y
derecha con la luz, cerciorándose de estar orientado y dirigirse en la
dirección correcta.
El fondo cambió de ángulo. Dejó de estar plano o mostrar
elevaciones de piedras y plantas para bajar en un desnivel de unos treinta
grados. Lamar echó mano al profundímetro que iba atado siempre al pack de
botellas y certificó cuanto había ganado hacia el fondo. Tres metros. Siguió
avanzando. De paso chequeó el aire. La aguja no se había movido.
Un poco más adelante notó que el suelo tenía una marca
anormal, anti natural. El suelo había sido aplanado como si alguien hubiese
apoyado un peso y lo arrastrara mar afuera. Un surco limpio de rocas y
vegetación que Lamar siguió por un trecho hasta chocar con una forma creada por
el hombre, cubierta de vegetación y vida marina. Recorrió la estructura en
línea recta, lentamente, cuidando de no rozar la superficie. La enorme forma
estaba volcada de costado, sobre su lado de estribor y dejaba al aire el
vientre combado.
Encontró lo que buscaba justo en la quilla del barco.
Por las formas que la luz revelaba podía hacerse una imagen mental del buque.
Se trataba de un U-Boot alemán de la Segunda Guerra Mundial.
En uno de los paños que formaban la superestructura,
encontró un hueco poco profundo que iluminó para asegurarse de que no ocultaba
ningún peligro. Dentro se escondía un aro unido a un eje central. Probó moverlo
pero no obtuvo resultado. Golpeó con el cuchillo y volvió a probar. Hizo el
intento varias veces siendo consciente de que no podía maltratar la pieza.
Llevaba sumergida treinta años y no era conveniente romperla.
Haciendo palanca con la hoja del cuchillo
introduciéndola entre los rayos del aro, logró que se moviera. Giró cada vez
más liberado hasta que pudo hacerlo girar como un volante y unas compuertas
dobles se abrieron de par en par frente a sus ojos. En la cavidad se podía
introducir la caja y asegurarla.
Al lado del compartimiento de mayor tamaño había otro
más pequeño. Contenía un cofre del tamaño de un maletín como el que usan los
pilotos de aerolíneas. Estaba en su lugar, intacto, y con los sellos sin romper.
Quien rescatara la caja debía llevarse ese cofre si quería llegar a algún lado.
Ató el cordel naranja que traía a la rueda de apertura. Se guiaría de regreso
por él y luego volvería aquí de la misma forma. Se alejó en busca de la caja.
La desenganchó del aparejo y utilizó el mismo arnés que
la envolvía. Enganchó un grueso mosquetón de acero que sobresalía de una bolsa
plástica amarilla. Le aplicó un poco de aire de su boquilla y la bolsa se
hinchó convirtiéndose lentamente en un globo de recuperación para levantar
restos del fondo marino, solo que aquí la intención no era llevarlo a la
superficie. Simplemente darle un poco de flotabilidad para poder moverlo con
mayor comodidad. La caja se despegó dócil del suelo. Lamar conocía la cantidad
de aire necesaria para ejecutar la operación con precisión. Empujó la caja en
la dirección que el cordel naranja indicaba.
Un poco más de aire aplicado al globo ayudó a que la
caja se elevara sola hasta el nivel de la abertura. El hueco estaba preparado
para colocarla de frente, como un nicho. Lo único que Lamar tuvo que hacer fue
calzar una de las cabeceras con el hueco, luego empujar. Y listo. La caja entró
en la abertura y se deslizó hasta el fondo. Cuando llegó al final del
recorrido, un ruido sordo reverberó por toda la estructura que se la había
engullido. Trabó las sujeciones que la mantendrían en su lugar aún con las
puertas abiertas y luego giró a la inversa el volante para que las compuertas
se abatieran sobre sí haciendo desaparecer el contenedor de acero que había
iniciado su recorrido en Bruselas para terminar en las profundidades del Mar
Argentino.
Misión cumplida. Una tarea que su familia había jurado
cumplir treinta años atrás, estaba completa. Ahora su propia familia, mujer e
hijos, quedarían con una posición asegurada de por vida, y sus camaradas se
ocuparían de que nadie viniera por ellos. Llegaba la hora de volver y completar
el último detalle.
Lamar controló su reloj antes de ascender. Podía estar
treinta minutos a veintisiete metros de profundidad sin necesidad de hacer
descompresión al salir. Todo el proceso le había insumido veintidós minutos, le
quedaban ocho de reserva. Pero tomó el resguardo de hacer un par de
detenciones. Por precaución. No sea cosa de que un accidente imprevisto eche
por tierra un plan de treinta años.
En el barco todo estaba en orden. La tormenta había
ganado altura. Ahora estaba a mitad de camino entre el horizonte y su cabeza.
Soltó la cuerda e hizo caer por la borda lo que contenía el carretel del
aparejo en lugar de arriarlo.
Puso en marcha el motor y trabó los controles poniendo
rumbo directo a mar abierto y a media máquina. Según sus cálculos el barco
recorrería unas cuarenta millas náuticas antes de agotar el combustible. Aunque
tal vez las válvulas abiertas lo inundaran antes de lo previsto y se iría a
pique más cerca.
No importaba. Más lejos o más cerca, el barco se
hundiría a una profundidad de la cual nadie lo rescataría y menos aún lo
encontraría. Se desnudó y quemó en un barril con combustible su ropa y su traje
de buceo. El equipo lo fue descartando a medida que el barco avanzaba hacia mar
abierto. EL aire se llenó de un olor acre cuando la goma del traje entró en
contacto con el fuego. Desnudo recorrió las bodegas abriendo válvulas que
permitían el ingreso de agua y controlando que ésta invadiera las entrañas del
barco sin impedimentos. Cuando estuvo seguro de que el daño era irreversible,
volvió a cubierta dejando todas las puertas de los compartimientos abiertas. La
planta motriz seguía impulsando, por ahora, al barco mar afuera.
Y entendió que había llegado el momento.
Acomodó un bloque de cemento del tamaño de una maleta
grande cerca de la portilla de popa, abierta a propósito para facilitar el
deslizamiento. El bloque tenía una anilla que sobresalía de su superficie.
Unida a ella, una gruesa cadena recorría unos tres metros hasta terminar en
unos toscos grilletes que Lamar ajustó a sus tobillos.
Se cuadró firme sobre cubierta y se tomó un momento para
observar el resplandor de la tormenta. Después inspiró profundamente atrayendo
para sí el olor del mar que tanto le gustaba. Abrió los ojos y mirando a la
tormenta gritó extendiendo su brazo izquierdo:
- ¡Heil Hitler!
Acto seguido introdujo el cañón de una vieja Walther
P-38 en su boca y se disparó un tiro que le perforó el paladar e hizo que su
cráneo estallara.
El cuerpo cayó laxo sobre la cubierta que empezó a
llenarse de sangre y masa encefálica, en tanto el pesquero seguía navegando
raudo hacia su tumba definitiva. Un poco más adelante se hundiría y cuando
perdiera el equilibrio de su eje longitudinal, el cuerpo de Lamar se deslizaría
a las profundidades llevado por el peso del bloque al que se había atado.
Con el correr del tiempo, el agua y los peces darían
cuenta de sus restos, y nunca más ni él ni su barco volverían a ser vistos o
hallados. El secreto de la caja y el naufragio estarían a salvo.
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