Una de las primeras cosas que me vienen a la memoria cuando recuerdo esas épocas (1968-1973) es que cada tramo del año tenía límites bien definidos.
Por ejemplo, cada estación era "esa" estación y nada más. Quiero decir, no hacía frío en verano ni calor en invierno. El verano era soleado, todo pileta y juegos en la calle hasta tarde; el otoño era el inicio de clases, el fresco de los primeros días con abrigo y los días más cortos.
En el invierno las marcas eran precisas. El frío y la escarcha a la mañana camino al colegio, tardes de sol que apenas calentaba tomando un te de cedrón en el fondo de casa, después del almuerzo, tardes cortas donde a las cuatro había que empezar a entrar para tomar la leche y resguardarse del frío que te calaba. Y por último la primavera, antes de que todo empiece otra vez, con los primeros calorcitos donde uno quería despojarse de los abrigos y las madres y abuelas nos perseguían para evitarlo por temor a los últimos resfrios del invierno.
Los días se empezaban a alargar y el año escolar entraba en los pasos previos al final.
Tomemos, para ésta ocasión, el verano por ejemplo.
Se lo esperaba desde principios de noviembre, cuando (no se porque me viene esto a la memoria...) empezábamos a salir de la escuela para hacer competencias de educación física con otros colegios. Recuerdo una en particular en la que fuimos a una escuela de Pablo Podesta, ubicada a un par de cuadras de la Avenida Marquez.
A partir de esos días todo se aceleraba. Se terminaban con los temas a dar, se completaba el programa y entonces llegaba el momento mágico del año: compilábamos todos los cuadernos que habíamos usado y armábamos unos bodoques gigantes de hojas pegando cada uno tapa contra tapa.
Primero los ordenábamos de marzo a noviembre, después con la mayor prolijidad posible pegábamos la contratapa del primero con la tapa del segundo, y así sucesivamente hasta tenerlos a todos unidos en una sola pila. Por último le hacíamos una sobre cubierta con cartulina de colores elegida con libertad por nosotros y en el final más excitante podíamos decorarla con lo que más nos gustara.
Entonces ensayábamos dibujos y caratulas. Las chicas elegían temas florales o de figuritas de moda en el momento; pegaban apliques de recortes o les ponían su nombre, el grado y el año recortando letras de revistas y haciendo un collage.
Los varones intentábamos dibujos sofisticados, acorde a la época; o dibujábamos a nuestros personajes favoritos. Meteoro y los Titánes de Karadagián eran los preferidos por la mayoría.
Era uso del momento guardar lo hecho durante el año como una manera de enseñarnos a valorar nuestro trabajo. Así lo entiendo yo hoy.
Entonces venía el siguiente paso de la despedida: la preparación de la fiesta de fin de año.
En la escuela a la que iba, Nuestra Sra. del Rosario mejor conocida como "La Capillita" porque en sus inicios la capilla de la escuela era de madera y fue lo primero en construirse, se usaba hacer coincidir el cierre del año lectivo aprovechando para hacer también alusión a las fiestas navideñas. Entonces se hacía un gran festival que duraba toda la mañana en donde además de números montados por las maestra y alumnos, se hacían ferias de platos y después se pasaba por las aulas a modo de despedida.
Así terminaba el año y empezaban las vacaciones.
Diciembre, el mes de la excitación.
Con el final de las clases y la posibilidad de tener todo el día libre, pensar en la preparación de las fiestas, en la llegada de los regalos de Nochebuena y Reyes y en llenar la pileta que algunos teníamos en el fondo de casa, si éste no era el mes más revolucionado del año, al menos para mí no lo era ningún otro.
Los Anteojitos empezaban a llegar cada jueves con motivos navideños. Yo hacía lo posible para convencer a mis padres de que llenaran la pileta a más tardar para el 8 de diciembre. No se porque los grandes se ajustaban a ciertos parámetros para hacer las cosas. Antes de 8 llenar la pileta era una cuestión ¿a quién se le ocurre?
Claro, lo entendía después. La demora venía a consecuencia del pesebre. Para el 8 todo debía estar preparado para el gran acontecimiento que era el montaje del mejor pesebre que se pudiera tener.
Mi familia tenía una larga tradición en el tema. Venidos de Italia, la familia de mi padre tenía una larga historia al respecto. Cada año, mi padre y sus hermanos encaraban la construcción de un pesebre en cada casa. Cada uno ponía su mejor imaginación en la tarea. Es que unos días después, se aprovechaba recorrer las casas de primos y hermanos para las salutaciones de fin de año y para ver y admirar el pesebre que cada uno había montado en su casa.
En mi barrio, los que hacía mi padre eran de antología. A tal punto que una de las primeras veces que se armó, una vecina que lo vio quedó tan maravillada que salió a contarlo a todos y mi casa se convirtió en una romería. Venían a la tarde cuando el sol no apretaba tanto y la jornada de trabajo había terminado; traían algo para compartir y tener excusa para brindar abriendo una sidra y entonces mi padre orgulloso mostraba su creación y explicaba cómo lo hacía. Un año recuerdo que el cura de la parroquia, que era la de mi colegio, se acercó a conocerlo por recomendación de los vecinos y lo bendijo. Maravillado había quedado el Padre Alberto.
La construcción no demandaba gran capacidad técnica, pero sí mucha paciencia y atención al detalle.
Todo comenzaba con el armado de una mesa sobre la cual se montaba la maqueta. El tamaño dependía de las ganas de trabajar al momento de ponerse. Por lo general, los que montaba mi padre eran gigantes. Así lo común era montar una base de un metro y medio de lado que se ponía a la altura de una mesa común y contra el rincón del patio de casa, al resguardo de cualquier tormenta de verano que pudiese caer.
Una vez montada la base empezaba la tarea del armado. La idea era que al terminar armado, la escena mostrase una cueva rodeada de montañas por las que venían bajando pastores con animales, peregrinos y gente común que se acercaban al pesebre donde el 25 d diciembre nacería el Niño Jesús.
Las figuras se compraban en las jugueterías. Las había de distinta calidad y dado que el nuestro debía ser lo más fiel a la realidad, las que se traían eran de las mejores. Se le daba mucha importancia al desembalaje de todo lo guardado el año anterior. Volvían a la luz piezas que ya tenían sus años de participar el la escena, estaban las que se incorporaban nuevas y por último las piezas que cada familia tenía en guarda del pesebre original que mi abuelo le armaba a mi padre y mis tíos allá en la Italia donde habían pasado su infancia en medio de la guerra.
Estas figuras ajadas, descoloridas y formas castigadas, ocupaban un lugar central en todo el montaje.
En el armado, primero se colocaban tablas sobre las que irían posadas las figuras; después se utilizaban los interiores de bolsas de cemento para hacer las montañas. Las bolsas se aplastaban en bollos y cuando se las volvía a desplegar quedaban todas marcadas. Entonces se procedía a fijarlas a la pared, a las tablas y a la base, cubriendo de a poco todo el espacio hasta dejarlo completo.
El paso siguiente eran la colocación de pasto artificial tapizando toda la mesa. Al terminar, la base quedaría invisible. Se ponían también sobre ella espejos de distinto tamaño sobre los que se posaban figuras de cisnes, patos y flamencos. El espejo jugaba de lago; aunque en una oportunidad (cuando del Feng-Shui nada se conocía) mi padre sorprendió a todos colocando un recipiente de agua con una pequeña bomba que la tomaba de allí, la llevaba a circular por una canaleta a la vista que simulaba una vertiente para terminar cayendo en un cuenco disimulado que hacía las veces de lago. De ahí el agua se recuperaba hasta el recipiente y el ciclo volvía a comenzar.
El último paso consistía en acomodar las figuras para que el final, toda la escena se viera como si todos se dirigieran hacia la cueva donde estaban María, José, un asno y un buey, esperando la llegada del Niño.
Un detalle era referido a las figuras de los Tres Reyes Magos, espléndidos, las mejores figuras junto al Niño, y sus camellos. Estos eran colocados en la porción más alejada de la cueva y la tradición marcaba que se debía ir acercándolos con el correr de los días hasta llegar junto al Niño para el 6 de enero.
El otro detalle digno de destacar es que la figura del Niño que se utilizaba fue siempre la misma desde que en mi casa se empezó con la tradición. Eso marcaba que coincidía con mi propio nacimiento.
Esta figura aún se conserva y está a resguardo en manos de un integrante de la familia.
Gratos recuerdos de un tiempo que fue hermoso, como dice la canción, y que lamento que los niños de hoy no puedan disfrutar a causa de los cambios en las costumbres, las tradiciones y la pérdida de la inocencia.
Ojala pudiéramos hacer algo para cambiar esto y rescatar el espíritu de la Navidad...
Seguiremos recordando como era el verano cuando éramos chicos en siguientes entregas...